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Columna
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La rebelión de Sol

Llamamiento a la rebelión en el kilómetro cero. La invocación procede del mismo despacho desde cuya balconada fue proclamada la República y su autora es Esperanza Aguirre, una de las mujeres que más pasión le pone a la política en este país. La señora Aguirre cae con frecuencia en el exceso y a veces lo paga caro, pero así es la rosa y quienes la idolatran gozan con sus desmesuras con la misma intensidad con que desprecian a los picha fría.

En esta ocasión, doña Esperanza ha escogido el término rebelión para oponerse a la subida del IVA que, por mucho que nos joda aflojar, no parece tener las hechuras de una causa como la del Dos de Mayo o la Primavera de Praga. Ella lo sabe, a pesar de lo cual quiso pronunciarse de esa guisa conocedora de los efectos que las palabras homéricas tienen sobre los grandes titulares.

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Una rebelión es casi una asonada o un levantamiento y está a dos pasos de la Revolución, conceptos ambos preñados de épica, algo que siempre conmueve. Estamos tan huérfanos de emociones que cualquier fantasía política hace fortuna en la cancha mediática. Da igual que la señora presidenta matizara el palabro hasta transformarlo en movilización, concepto mucho más light y sobre todo ajustado a la necesaria lealtad institucional; el pelotazo ya lo ha dado.

En realidad, rebelión sería el que las empresas se negaran a procesar la subida del IVA en sus productos o que los consumidores montaran el bochinche en las cajas de El Corte Inglés o Carrefour negándose a pagar el 2% añadido. O sea, nada que pueda hacerse. En cambio, movilizarse es dar la barrila y sacar mesas a la calle para que firme la gente mostrando su rechazo y, como mucho, convocar una de esas manifas que, con la excusa del IVA, sustancien el descontento nacional por la crisis y sople las alas de la gaviota azul.

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Una versión pepera del tío la vara con la aguja de marear bien nortada en los réditos electorales. Así se las gasta la dama de la Casa de Correos para insomnio del señor de Génova, que ha tenido que seguirle la gracia a regañadientes.

Lo que peor lleva don Mariano Rajoy es que pongan en solfa su liderazgo madrugándole el marketing o dejándole como un huevón ante la parroquia más ávida de aspavientos. Contento le tiene. Así que no le ha quedado otra que ponerse al frente de la rebelión exagerando los efectos supuestamente letales de la subida del IVA hasta definirlos como catastróficos. No hay que hacer un máster en Minnesota para entender que cualquier carga impositiva sobre el consumo es una rémora en la actividad económica. Lo que ya parece menos fundamentado es que esos dos puntos lleguen a causar los terribles estragos que vaticinan. En la Unión Europea, donde últimamente nos observan con escasa indulgencia, nadie descalifica la medida, empezando por el propio comisario de asuntos económicos, que la considera acertada. También aquellos gurús se pueden equivocar, pero al menos sus diagnósticos están al margen de las refriegas políticas e intereses electorales.

Lo cierto es que hay que recortar el déficit y de algún sitio ha de salir el dinero. El Gobierno ha tirado por la vía que le pareció menos dolorosa o traumática. Un mal menor por el que está optando Reino Unido y por el que optó nuestra admirada Alemania hace ya dos años. A pesar de todo, soy el primero en lamentar que se tomen medidas facilonas antes de avanzar con firmeza y decisión en el necesario recorte del gasto público.

No creo que vaya haber suicidios colectivos a partir de julio porque suba dos puntos el IVA, pero la indignación de la gente alcanzará niveles de alarma social si para entonces las administraciones públicas siguen despilfarrando nuestro dinero como en los días de vino y rosas. Si no acaban con las nubes de asesores, la superposición de servicios, la indolencia en la función pública y el derroche en la representación, puede que la gente encuentre una buena causa para declararse en rebeldía. Puede que esté bien justificada una rebelión.

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