_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

El tercero en discordia

Lluís Bassets

El fenómeno tiene una semana de vida. Hoy hace justamente siete días las elecciones británicas eran cosa de dos, como siempre. Todo en el sistema político y electoral conduce a la polarización y a la simplificación: la regla del voto mayoritario, las sesiones de preguntas al primer ministro e incluso la disposición de los escaños en Westminster. Pero esta vez ha llegado el elemento imprevisto, de la mano de una novedad absoluta como son los debates televisivos. David Cameron, el brioso candidato conservador que había conseguido distanciar al fatigado primer ministro Gordon Brown en los sondeos y cabalgaba feliz como el hombre del cambio, la juventud y los nuevos tiempos, accedió a compartir el plató con el candidato del partido liberal demócrata, Nick Clegg.

Con el segundo debate televisivo Nick Clegg pondrá a prueba la fuerza de su propuesta
Más información
Cameron pide un Gobierno fuerte para evitar al FMI
El 'efecto Clegg' amenaza los dominios de Glenda Jackson
El debate no pinchó el balón Clegg
El segundo debate deja más abierta que nunca la carrera electoral británica
'The Guardian' busca a su candidato a primer ministro

Hoy sabremos si fue un mero desliz o un error estratégico, quizás el mayor de la vida política de Cameron. Esta noche, el segundo de los tres debates, destinado en buena parte a la política exterior, permitirá comprobar si el éxito de Clegg hace una semana fue un golpe de la fortuna, que dio un premio efímero a la frescura del candidato menos conocido, o si algo más sustancial ha cambiado. En la semana transcurrida, varias encuestas han ido consolidando las posiciones del recién llegado, en una clara indicación que apunta hacia la segunda hipótesis: ayer se hallaba en cabeza a tres puntos de diferencia por encima de los conservadores y ocho de los laboristas.

Hasta ahora preocupaba entre los dos grandes la amenaza del parlamento colgado, sin mayoría clara de gobierno. Desde el jueves pasado ha empezado a abrirse paso la idea de que este tercero en discordia no sea únicamente un árbitro sino un caballo vencedor. Es decir, que pueda decidir quién y cómo gobierna y exija la reforma electoral que introduzca la proporcionalidad que le permita seguir creciendo.

Cuando se desentrañan un poco las encuestas se observan fenómenos interesantes, reveladores de una fuerte corriente de fondo, como es el tirón de los liberal demócratas entre los jóvenes que se han venido absteniendo en anteriores elecciones. Los nuevos votantes, sin adscripción partidista precisa y muy apegados a las nuevas tecnologías, se decantan por Clegg en masa. Es un fenómeno que tiene algo del entusiasmo que suscitó Obama en las primarias frente a la fuerza de Hillary Clinton entre los votantes tradicionales.

Únete a EL PAÍS para seguir toda la actualidad y leer sin límites.
Suscríbete

El empuje de Clegg es la gran novedad de una campaña que iba a rodar por raíles previsibles, con el candidato conservador convertido casi en el vencedor inevitable y un primer ministro como Brown boqueando como pez fuera del agua, a la espera de un buen dato económico. Hasta tal punto es inesperado el terremoto, que ayer se supo que el candidato liberal demócrata se daba por perdedor cuando terminó el debate y no se dio cuenta de lo bien que le había ido hasta que habló con su esposa.

Ahora intenta evitar que un exceso de euforia entre sus partidarios corte súbitamente la marea. Y no quiere ni oír el nombre de Barack Obama, aunque la comparación tiene sus fundamentos. Como Obama, es el candidato menos tradicional y con una biografía mejor adaptada al mundo global. Le ha robado a Cameron la idea del cambio, tal como hizo Obama con Clinton. Pero a la afinidad de ideas y propuestas con Brown le corresponde una enorme coincidencia en imagen, edad y actitudes con Cameron, algo que perjudica directamente al conservador.

Sobre el papel, Clegg parecía ofrecérsele a Cameron como un bocado fácil. El clásico ataque conservador se basa en un tridente de tintes populistas que apunta contra la Unión Europea, la inmigración y los impuestos. Frente a las tres cuestiones aparecía como una diana perfecta el candidato más europeísta, más favorable a la inmigración y quizás más ecuánime con los impuestos. Pero todo esto puede actuar ahora como un revulsivo si sabe vender bien hoy mismo en el debate la profundidad del cambio que propone en política exterior, que es una de las cosas que le diferencia de unos y de otros.

Los liberal demócratas quieren abandonar la subordinación a Washington que ha caracterizado a todos los gobiernos desde la crisis de Suez en 1956 y que llegó a su momento culminante precisamente con Tony Blair, consagrado por sus críticos izquierdistas como el perro faldero de Bush. Quieren también moderar el gasto en el dispositivo nuclear, sobre todo la renovación de los submarinos Trident. Y salir de Afganistán en cuanto sea posible, en la misma línea que otros países europeos.

Clegg es muy prudente con Europa y no va a resbalar fácilmente con los plátanos que le tenderá Cameron. Pero es partidario del euro y el más europeísta de todos los candidatos. Para mejorar en algo el sombrío horizonte europeo sería una excelente noticia que fuera el tercero en discordia quien dejara en la cuneta a un candidato como Cameron que cuando se refiere a la UE sólo muestra disgusto y fastidio.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_