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Columna
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La gran decepción

La gran recesión está teniendo efectos sociales de gran decepción. Como en cualquier crisis, todos damos la medida de lo que somos: empresarios, sociedad civil, periodistas, banqueros o políticos. Cada sector en su conjunto muestra de lo que es capaz y el análisis no es muy halagüeño en términos de responsabilidad colectiva.

Cuesta imaginar en una situación económica, financiera y laboral tan complicada como la actual otro Parlamento de un país de nuestro entorno capaz de actuar como el Senado español el pasado martes. Los senadores nos brindaron dos minutos de griterío dando golpes en los pupitres y patadas en el suelo al grito de "¡Zapatero dimisión!" acompañado de un siempre vistoso "¡olé, olé!". Mientras los del PSOE aplaudían como en los toros, los del PP jaleaban los calificativos de "impostor" y "tragasables" dirigidos al presidente del Gobierno por el portavoz popular, que le pedía elecciones "si le queda algo de dignidad". Ni en Francia, ni en el Reino Unido, ni en Estados Unidos, con parlamentos a menudo muy efervescentes, se permitirían tal falta de sentido de Estado. No es una anécdota.

La solvencia de España está en duda y se impone reducir el déficit público del 11,4% al 6% del PIB en dos años
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Espeso silencio en el Parlament

Nuestros representantes se han convertido en un problema. Lo dicen reiteradamente los ciudadanos en las encuestas, situando a los políticos como un problema tras la preocupación por la situación económica.

Los ciudadanos se merecen menos aspavientos, más seriedad y el uso de las herramientas parlamentarias o el silencio. Si la oposición se ve en disposición de llegar al poder, que presente una moción de censura, inste a una cuestión de confianza o deje de erosionar la imagen del país en el exterior.

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La credibilidad de un país se construye sobre su situación económica, su competitividad, su nivel educativo, pero también sobre la estabilidad, el temple de sus representantes, su sensatez.

La solvencia de España está en duda y se impone, desde la razón y la Unión Europea, reducir el déficit público del 11,4% al 6% del PIB en dos años. Las medidas del Gobierno son positivas en tanto reparten el peso de la crisis, que hasta ahora ha recaído en el sector privado y especialmente en los jóvenes con contratos temporales, duplicando la tasa de paro. Congelar las pensiones, en esta coyuntura sin inflación, se podría justificar si el programa de austeridad fuera ejemplarizante en el sector público y la subida de impuestos fuera equitativa.

Lo sorprendente en España es que mientras el FMI bendice el plan de Zapatero, el PP se echa al monte defendiendo medidas sociales que nunca aprobó y Sánchez-Camacho promete bajar impuestos sonriendo desde los autobuses. Todo vale.

Las previsiones de la Comisión Europea, del FMI y de la OCDE auguran una frágil recuperación y el diagnóstico es compartido sobre la necesidad de la reforma del mercado laboral, la baja competitividad, la desaparición de la construcción como motor de la economía y las advertencias sobre el endeudamiento público y privado. La necesidad de reforma del sector bancario y las cajas tampoco puede demorarse, porque como decía ayer la Biblia liberal de los inversores, el Financial Times, "los problemas no se han solucionado, sino que se han deslizado bajo la alfombra", citando las debilidades bancarias de Alemania y España.

Zapatero ha llegado tarde a casi todo y ha rectificado demasiado, pero todavía puede empeorar las cosas si no afronta la reforma del mercado laboral. Hasta ahora el ajuste se ha hecho a lo bestia, a través de la reducción de plantillas y no de horas trabajadas o salarios.

El liderazgo es una cuestión de poder, pero sobre todo de autoridad; de inteligencia, pero también de instinto, de conexión con la realidad social y de capacidad de verbalizar una salida que valga la pena. El mejor líder europeo durante la II Guerra Mundial era también algo demagogo, no siempre competente y borrachín. Las tres emisiones radiofónicas cruciales de Winston Churchill no fueron suyas, sino de un actor, el ventrílocuo Norman Shelley, que habitualmente interpretaba a Winnie the Pooh. Pero Churchill llevó su país a la resistencia y la victoria sacando lo mejor de él. Entre tanto asesor, ¿no encontrarían a alguien capaz de hacer un discurso coherente y sin griterío? Los mercados no solo observan a Zapatero, a quien quizás dan por descontado, también a los demás.

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