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El debate de la movilidad
Columna
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Casco histórico

El casco histórico de Sevilla es uno de los más apreciados del continente y, por extensión, de toda la Tierra. Tiene una vistosa catedral recién puesta en limpio, un alcázar con sus preceptivas ringlas de turistas a la parrilla, tiene un palacio arzobispal, un museo poblado de cuadros de santos, un archivo con testamentos, mapas, tripulaciones y cargamentos de barcos, tiene iglesias, muchas iglesias, y conventos, y palacios a los que se les ve el ladrillo entre las islas de la caliche, tiene casas solemnes donde vivieron o murieron poetas, navegantes, dictadores, cantaoras, artistas y ladrones, tiene torres, y patios, y zaguanes, y tabernas. Dicho casco histórico, así como algunos de los más señeros inmuebles a los que sirve de alojamiento, remonta su existencia hasta, por lo menos, 2.000 años atrás: hay adoquines, o columnas, o arcos entre sus callizos que arrastran una larguísima memoria de cansancio y pisotones. Alrededor de estos monumentos, 100.000 vehículos de motor de explosión liberan diariamente gases criminales: nubes de sustancias que se ceban en las viejas piedras y van carcomiéndolas y cubriéndolas de hollín y llenándolas de grietas y cicatrices. El Ayuntamiento ha decidido proteger a las piedras. Ha dicho: no está bien que las piedras sufran, que se cubran de hollín, que se llenen de grietas. Y ha pensado: restringiremos el acceso de vehículos de motor de explosión al casco histórico. No permitiremos que ninguno de ellos pase más de 45 minutos entre sus sagradas murallas. No permitiremos que varios vehículos hagan uso común de las mismas plazas de garaje, aunque estén vacías. No queremos que las piedras sufran.

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Aparte de las piedras, la catedral, el alcázar, los palacios, las parroquias y todo lo otro, el casco histórico contiene, según el censo de hace algunos años, 56.000 personas. Estas personas comen, se visten, se asean, van al cine y al teatro, visitan tiendas, algunas incluso fuman. El casco histórico de Sevilla, según presume el catastro, es, aparte de uno de los más apreciados de la Tierra, también de los más extensos: 335 hectáreas. Para desplazarse por semejantes inmensidades, las 56.000 personas susodichas, más el medio millón de foráneos que las visitan a diario, no podrán usar vehículos de propulsión mecánica. Si pese a las prohibiciones y las amenazas disuasorias insisten en hacerlo, han de saber que los aparcamientos públicos imponen tarifas sangrientas, que en algunos casos (dispongo de tiques probatorios) superan los tres céntimos por minuto de ocupación. Si pretenden hacer uso del transporte público, han de saber que la gran mayoría de dicho casco histórico no queda cubierto por ninguna flota de autobuses, que la única línea de tranvía que lo atraviesa recorre la cantidad cómica de 1.200 metros y que los precios del transporte público, franquee o no murallas de rancio abolengo, pueden llegar a rebasar el euro y los 30 céntimos por viaje. Así las cosas, yo me pregunto si al Ayuntamiento le preocupa más la piedra que la carne y el hueso. Queda fuera de toda discusión que el gobierno ha de dedicarse a preservar los monumentos y que debe evitar en lo posible la erosión a que los someten los tubos de escape; pero si Sevilla es la ciudad de las personas, como prometía la publicidad institucional de unos años atrás, ha de habilitar algún tipo de alternativa real para quien pretenda desplazarse por sus calles. Que haga más tranvías, que flete más autobuses, que abra más aparcamientos subterráneos, y, por favor, que instituya precios humanitarios para los que ya existen. Si no lo hace así, que no espere que nadie vaya a agradecerle haber legislado para la vegetación y las piedras. A no ser, claro, que las estatuas violen ese educado silencio que mantienen desde hace siglos.

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