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Columna
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Un camino errático

Quizá sea el turismo el último reducto productivo sobre el que las autoridades políticas tienen una decisiva influencia, tanto en la definición del producto y de la clientela como en la promoción externa. Mal asunto, porque, antes que criterios de rentabilidad empresarial y eficiencia social, se imponen otros más etéreos e imprecisos, debidos las más de las veces a aspiraciones y deseos personales de los políticos que tienen escaso fundamento socioeconómico. No de otra fuente procede la apelación sistemática al turismo de calidad, resbaladizo y manoseado concepto comodín respecto de cuyos componentes estructurales nadie sabe darme una precisa definición. Llevo ya casi 40 años esperándola.

En Valencia, se ha despreciado el turismo de playa, para el que tiene extraordinarias cualidades
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De forma que la planificación turística se debe, comúnmente, a impulsos intuitivos y no a un proceso de reflexión desapasionada en la que se identifiquen los atributos disponibles, se valoren las carencias y déficits, se extraigan los valores diferenciales respecto de los espacios competidores, se establezcan los potenciales, se definan las incompatibilidades y, como resultado de todo ello, se perfile el producto y, a su través, la clientela. El proceso suele empezar por el voluntarista tejado de establecer la clientela deseada, sin reparar en las posibilidades reales que se tiene de atraerla y en los déficits estructurales que es preciso vencer para lograr ese objetivo. Ni en su coste.

Así parece haberse actuado en Valencia. Despreciando el turismo de playa, para el que tiene extraordinarias cualidades cuya activación requiere inversiones muy moderadas y que, bajo condiciones estructurales determinadas, ha demostrado una gran capacidad para distribuir equilibradamente los enormes flujos de ingresos que genera, se prefiere insistir exclusivamente en otro tipo de clientelas que, si no imposibles, son, como mínimo, dudosas y/o evanescentes: cruceros, congresos, eventos y equipamientos y acontecimientos culturales. Ninguna de las cuales, por cierto, tiene clientela incompatible con un turismo de playa de nivel moderadamente alto.

Hay pocos cruceristas (177.000 en 2009, casi 12 veces menos que en Barcelona). La tasa de clientes congresuales/día no alcanza a 200 según la programación anunciada en la web del Palau de Congresos para el 2º semestre de 2010, donde está activo sólo durante 32 días. Y no se publican datos de los clientes no forzados que acuden a la mastodóntica Ciudad de las Artes y las Ciencia, que nunca ha justificado con sus ingresos la inmensa inversión requerida: su buque insignia, el Palau de les Arts, podría tener casi 80.000 espectadores durante los 59 eventos programados para la temporada 2010/2011 si se vendieran todas las entradas y, cosa inverosímil, no hubiera invitaciones gratuitas, un promedio de apenas 216 personas/día, que ni siquiera son, como los asistentes a congresos, todos ellos turistas o foráneos. Tampoco es que veamos que las masas se agolpen frente a los demás óseos recintos calatraveños, cuyas cifras de frecuentación por parte de públicos no prescritos (colegiales y jubilados) no se publican pero que parecen muy inferiores a las estimadas inicialmente. Y, además, ¿cuántos de sus visitantes pernoctan en hoteles?

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No deben ser muchos. Los datos del INE sobre los hoteles de Valencia son concluyentes. En los promedios anuales de 2009 aparece como el 13º punto turístico español en número de plazas; el 36º en ocupación total y en ocupación en fines de semana (por debajo de San Sebastián, Segovia, Salamanca, Mérida, Barcelona, Granada, Córdoba, Logroño, Toledo, Bilbao, León, Zamora, Madrid, Santander y Sevilla); y como el 14º en personal empleado. Poco para la 3ª ciudad de España y la que mayores inversiones ha realizado en fetiches icónicos y acontecimientos multinacionales. Porque tampoco los eventos multimillonarios parecen surtir efecto. En la temporada hotelera analizada había ya una competición de Fórmula 1 y estaban próximas en el tiempo las de la America's Cup, que nos iban a llenar de por vida de turistas náuticos multimillonarios pero que no han aparecido después.

El turismo es una actividad económica que vende secuencias de actividades y emociones en el tiempo que aspiran a perpetuarse. Es, por tanto, una industria del tiempo continuo. Ya lo decía con otras palabras el presidente de los hoteleros de Benidorm, Antoni Mayor, cuando hablaba de los eventos circunstanciales y de las infraestructuras perdurables, pero la autoridad turística valenciana, quien quiera que pueda identificarse como tal, se obstina en pensar que es una industria del espacio, y que, pese a nuestra escasa propensión a la excelencia, somos capaces de atraer a los consumidores del más alto nivel. Craso error porque "la emoción del espacio es instantánea", según decía el maestro Henri Lefebvre, y porque basta con echar una ojeada a las guías más prestigiosas del glamour internacional para ver el nivel de nuestras ofertas hoteleras, gastronómicas y comerciales. Es suficiente con hacer un listado de las franquicias de lujo que nos faltan para saber que, para competir con Niza o Montecarlo, nos falta un largo camino, quizá irrecuperable incluso a largo plazo.

Y, en todo ese contexto, qué sentido tiene primar a Ryanair con 800.000€ anuales si su pasajero-tipo es tan distinto y está tan distante del que propone la estrategia turística de Valencia. ¿O es que ya todos los turistas nos valen?

José Miguel Iribas es sociólogo.

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