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Primera huelga general contra Zapatero

Vigo echa el cierre y salta a las calles

El goteo del tráfico, lo mismo en la autopista que por las principales arterias de la ciudad, hacía pensar en una madrugada ociosa de domingo. Pero los contenedores de basuras volcados sobre la calzada -120 contabilizó la alcaldía- marcaban un rastro distinto al de los gamberros del fin de semana. No se había recogido la basura: primer dato de la jornada en que los sindicatos, ya que no el jornal, mandaron a ganar la huelga.

Y una huelga no se gana sin piquetes, es la evidencia histórica. A las puertas de los astilleros de Beiramar, sin embargo, no había ninguno. Tampoco policía, la avenida estaba desierta. Un pelotón de metalúrgicos se había citado ante el de Freire como punto de encuentro y de partida hacia otros centros fabriles que pidieran presión.

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Poco antes de las 6.30 saltó la alarma: carga policial contra los piquetes apostados en Citröen, empezaba la guerra. "Solo fue un amago, no descargaron ni un porrazo", aclaraban minutos después los propios piqueteros, desplegados entre las furgonetas policiales -aquí sí- por todas las entradas de la factoría. Le habían montado la bulla a una furgoneta que finalmente pasó a la fábrica, que todos sabían parada, un éxito con raros precedentes. Así que los piqueteros se mantenían alerta, pero sin despejar -por el cansancio de la vigilia, que mantenían desde primeras horas de la noche, o por el éxito consabido- una impronta de indolencia que los acercaba a Los lunes al sol, aunque aún no hubiera amanecido.

A las siete empezaron a aplicarse los servicios mínimos del transporte urbano. Un piquete controlaba entradas y salidas de las cocheras de Vitrasa "con total tranquilidad". Los autobuses salían reticentemente, como con pereza. Un par de ellos recibió sendas pedradas en sus rutas. En la estación de autobuses esperaban el tráfico de los 45 fijados para servicios mínimos, pero apenas se movió alguno.

El tráfico urbano cobró cierta densidad a partir de las ocho. Los mercados estaban cerrados, la calle Príncipe amaneció alfombrada de plásticos y cartonajes, tres contenedores ardían por el entorno. El centro se animaba de público, pero las tiendas no abrían. Ni siquiera El Corte Inglés. Y al rato, decenas de miles de personas se echaron a la calle, en las marchas que luego dispersaron ya un punto aburridas de la salmodia sindical: todas tenían claro por qué estaban allí.

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