Gracias, Pancho

Cuando, en los comienzos de EL PAÍS, a veces se enredaban las cosas entre los accionistas y era difícil hacerse cabal cuenta de nuestra situación, entonces acudíamos a Pancho. Él ejercía la magistratura de la paciencia y el sentido común. Nunca se le vio en primera fila, por discreción o por respeto, pero estuvo siempre allí para lo que fuera menester. El destino ha querido que nos deje para siempre el mismo año en que Santillana, la obra que levantó junto a Jesús Polanco, cumple el medio siglo. Él hubiera disfrutado con las celebraciones, porque le encantaba la vida social, en la que encontraba una nueva forma de ejercer su generosidad. Lo hacía sin descuidar la elegancia de las formas y disfrutaba ayudando a los demás. A mí me admiraba que un espíritu conservador como el suyo estuviera siempre dispuesto a echar una mano a las gentes de la izquierda. Lo hizo cuando más difícil resultaba, en los años duros del franquismo, ofreciendo trabajo a los comunistas que salían de la cárcel, a los exiliados de la guerra, a las víctimas de la intolerancia y del fanatismo. Y lo hizo también sin alharacas, sin pedir nada a cambio, solo como consecuente convicción emanada de un talante liberal. En estos últimos años difíciles que hemos vivido en nuestra empresa, jubilado ya de consejero, pero presente como emérito en nuestras reuniones, nunca dejó de hacerlo. Siempre quedará en mi memoria su aliento y su apoyo a los esfuerzos de todos por recapitalizar PRISA y defender la obra a la que él contribuyó durante cinco décadas. Por eso, por tantas peripecias difíciles que hemos vivido juntos, quienes fundamos EL PAÍS le estaremos eternamente agradecidos.