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Consecuencias del caos en Barajas
Columna
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'Guardagujas' del aire

Así llaman los franceses a los controladores, trasponiendo la terminología ferroviaria al tráfico aéreo. En este caso los carriles de hierro son invisibles por donde transitan las aeronaves y ya tenemos, con la palabra, enhebradas las comunicaciones por cielo mar y tierra. Han proclamado una no expresada ni anunciada huelga, justo al inicio del ansiado puente soñado por millones de gentes. Asunto viejo que afecta a segmentos amplios de la población y sus intereses: al ciudadano, al promotor turístico, al comercio, al tránsito de las personas, al negocio y al ocio. Cuesta trabajo admitir que se trate solo de la postura prepotente de un pequeño colectivo, demasiado bien pagado, que intenta chulear al Gobierno exasperando a la ciudadanía. Y, sin embargo, así ha sido. Tiene que haber algo más que reclamaciones pecuniarias o condiciones laborales cómodas, por la insistencia con que se producen y el cociente intelectual y moral que habría que atribuir a este grupo. El asunto es recurrente y no cabe pensar que los controladores cabreados, se reúnan en una cafetería para decidir un plante, con ribetes de chantaje, para conseguir ciertas suculencias salariales y laborales. Y que escojan, precisamente, la coyuntura social más delicada para echar el órdago sobre la mesa.

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Al principio se llamó aviación comercial y, como tantas cosas, tuvo previamente uso militar. Los primeros aeroplanos se emplearon para transportar mensajes, reconocer el terreno enemigo y hostigarle eficazmente. En los anales de la experiencia se dice que la primera sangre derramada en el aire lo fue durante la campaña de Marruecos, a principios del siglo XX, por el disparo de un kabileño al monomotor adscrito al arma de Artillería que alcanzó al copiloto en un muslo.

Transportar el correo urgente fue la gran promoción, que tuvo su Homero en Saint-Exupéry, príncipe de los cielos, Ícaro con las alas derretidas a tiros. Nuestra primera compañía se llamó Líneas Aéreas Postales Españolas (LAPE) y tuvo su sede en la plaza de la Lealtad, vecina al domicilio paterno. Ser aviador, después de la I Guerra Mundial, fue el sueño infantil durante un tiempo, bajo la aureola de convertirse en piloto de caza, de la talla del Barón Rojo. El primer aeródromo pasó de Cuatro Vientos a Barajas, donde adoptó el nombre de aeropuerto quedando el primero como referencia militar. Tímidamente comenzó. Muy poco a poco la gente comenzó a desplazarse, en aquellos incongruentes ingenios, más pesados que el aire, que se levantaban y cortaban el viento como las palomas. No recuerdo cuándo, después de la II Guerra Mundial, el hábito y los excedentes popularizaron el tráfico aéreo y las recientes "fortalezas volantes" que machacaron la supremacía nazi, pasaron a ser los Constellation y Superconstellation, que pronto llegaron a dar el salto transatlántico de un solo brinco.

Aquel aeropuerto, en los años cincuenta era una modesta construcción de una sola planta -creo recordar- con la torre de control, que albergaba, sin distinción, los vuelos internacionales y los domésticos. Una enorme sala contenía los servicios necesarios. Junto a la cafetería, sin solución de continuidad, o un simple arco, se extendía un mostrador de medio metro de alto, donde el viajero depositaba el equipaje, registrado o franqueado por los carabineros, con las manos preceptivamente enguantadas para hurgar entre la ropa.

En mesa, entretenía la espera una tripulación con el capitán, los copilotos y la azafata, que entonces solía ser una bella señorita de la buena sociedad, entre cuyos méritos figuraba saber servir un café o un té, incluso en un bamboleante DC4. Allí veíamos tieso, solemne, serio, despachando una naranjada a algún navegante entrevisto horas antes con una soberana pítima en Villa Rosa o cualquier local nocturno madrileño. No hay constancia de accidente alguno provocado por esa coyuntura, aunque no iba a tardar el ayuno total de alcohol, 12 horas antes de ponerse a los mandos.

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Se empezó por donde ahora se termina: los vigilantes o controladores eran militares, hasta que se civilizó la función. Apenas se conocía la existencia de aquellas personas que, en la torre, disponían la llegada y despegue de los aparatos. Sin saberse bien cómo, los controladores se encontraron situados en el ombligo del universo y comenzaron a sentirse una clase superior: a los viajeros, a los aviadores, a los funcionarios y empleados. En este país nuestro, tradicionalmente patria de la envidia, prosperaron desmesuradamente tales servidores públicos hasta creerse como dioses. Ahora les han bajado los humos hasta el nivel primigenio y es algo bueno para todos. Incluso para ellos.

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