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Llamas en El Gallinero

La quema del plástico que reviste el cobre robado devora dos chabolas y deja a 70 personas de un poblado marginal sin resguardo

Juan Diego Quesada

El Gallinero, a los pies del vertedero, era no hace tanto una cuenca sin habitar de cuatro metros de ancho por 90 de largo. Ahora, un gran suelo de plástico cubre toda la depresión, fruto de que en el lugar se ha pelado cable a mansalva. Los ladrones de cobre suelen quemar aquí, al amanecer, el plástico que lo envuelve, pues así tiene más valor. El fuego produce un espeso humo negro. La hoguera habitual a esas horas se descontroló ayer y devoró dos chabolas en las que vivían más de 70 personas. Se quedaron sin un techo en el que resguardarse.

El suceso recuerda un par de asuntos. Uno, que este lugar sirve como almacén del cobre robado en toda la región y, dos, que miles de personas viven en una situación infrahumana. Los ladrones utilizan un cortafríos o una radial para cortar el cobre de alcantarillas y alumbrado para después cargarlo a toda velocidad en la furgoneta. Al llegar al poblado, a las tantas de la mañana, toca limpiarlo. Sin plástico que lo envuelva, aunque pesa menos, vale bastante más. Al pasar por la carretera de Valencia es habitual ver nubes de humo rodeando al vertedero. Ayer, la hoguera del delito alcanzó a un par de chabolas, llenas de enseres y mantas que arden con facilidad. El fuego se propagó en cuestión de segundos. Generó un humo negro y muy tóxico. Cuando llegaron los bomberos del Ayuntamiento de Madrid, los habitantes del poblado intentaban salvar todo lo que podían. "¡He perdido toda mi documentación! Saqué a mis hijos, después a la suegra y mi madre. Pocas cosas pude salvar, poca ropa. Ha sido un desastre", se quejaba más tarde Daniel, un rumano de 26 años.

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Los bomberos lograron controlar totalmente el fuego sobre las diez de la mañana. Solo fue atendida una persona por intoxicación leve y un bombero que arrastraba un lumbago. Dos chabolas quedaron totalmente calcinadas. Ropa tirada por el suelo, puertas, cascotes; ese era el panorama. La policía se afanaba por evitar que la gente se acercasen a las llamas por extinguir. El Samur Social trasladó a los desamparados a una iglesia cercana, la de Santo Domingo de la Calzada, a la que se reconoce de lejos por una gran cruz blanca que se levanta entre basura. Dentro no se encuentran cuadros de época ni esculturas de vírgenes con mantilla. Es una construcción sencilla, desprovista de cualquier floritura. "Alejada de los designios de Dios", bromeaba uno de los colaboradores del culto. Sus parroquianos recogen habitualmente jeringuillas del suelo con sus propias manos. La actividad ha espantado a los drogadictos.

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El párroco, Agustín Rodríguez, barba espesa, chaquetón de montañero, esperaba en las puertas del santuario a las familias. Los damnificados por el fuego se resguardaron del frío en el interior de la parroquia. Las mujeres daban dentro el pecho a sus bebés, envueltos en mantas cerradas con un lazo. Los niños trasteaban en los armarios, menos en uno donde se leía: "Solo ornamentos y material litúrgico". Se entretenían con unos cuadernos y unos lápices de colores. Un hombre de profundos ojos azules merodeaba con una carpeta bajo el brazo, donde guarda los documentos con los que tramita una ayuda por una minusvalía. Las colaboradoras de la parroquia, una especie de beatas modernas, se los revisaban. Más tarde repartieron los bocadillos y el agua que trajeron los empleados municipales.

Fuera, un par de críos con el pelo rubio oxigenado lanzaban piedras contra una tienda de campaña. "¡Como salga os vais a enterar!", gritaba un hombre desde dentro. Al rato, cabreado, asomó medio cuerpo. Estaba fumando heroína con otro en el interior. "Tranquilo, es una chiquillada", tranquilizaba Javier Baeza, el párroco de San Carlos Borromeo, la iglesia roja del barrio de Vallecas. Echando un vistazo al frente, el panorama era desolador. Hombres y mujeres trapicheaban con droga a 100 metros. Se chutaban en tiendas de campaña, en los asientos de un coche, a la vista de cualquiera. Todos recubiertos del tizne que había producido el fuego. Una furgoneta de reparto de dulces hacía aparición de repente en el fumadero. "En alimentación la calidad es lo que cuenta", se leía irónicamente en uno de sus lados.

A esas horas, los hombres volvían a levantar las chabolas con ladrillos y chatarra que habían recopilado. El plástico pelado seguía recubriendo por donde pisaban. Es necesaria solo una chispa para que todo vuelva a arder.

Fuerza policiales impedían ayer que los residentes del Gallinero se acercasen al incendio.
Fuerza policiales impedían ayer que los residentes del Gallinero se acercasen al incendio.LUIS SEVILLANO
Vista del humo durante el incendio.
Vista del humo durante el incendio.L. S.

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Sobre la firma

Juan Diego Quesada
Es el corresponsal de Colombia, Venezuela y la región andina. Fue miembro fundador de EL PAÍS América en 2013, en la sede de México. Después pasó por la sección de Internacional, donde fue enviado especial a Irak, Filipinas y los Balcanes. Más tarde escribió reportajes en Madrid, ciudad desde la que cubrió la pandemia de covid-19.

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