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La medicina de Merkel es engañosa

Antón Costas

La medicina económica que publicita Angela Merkel como solución para los países europeos con mayores dificultades tiene una elevada probabilidad de no funcionar. Y, lo que es más grave, puede crear un clima que haga que la unión monetaria y el euro sean vistos como una circunstancia muy inconfortable para muchos países. Una circunstancia que, a la larga, puede cronificar un desequilibrio a la italiana en Europa, con un Norte rico y un Sur pobre.

Si, en vez de una política económica, lo que vendiese Merkel fuese un nuevo producto farmacéutico de un laboratorio alemán, difícilmente pasaría las pruebas que exige la agencia europea de evaluación de medicamentos antes de autorizar su uso. Pero aun siendo potencialmente tan dañinas como un mal medicamento, para las políticas económicas no hay ninguna agencia europea de ese tipo. Una pena.

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Esa medicina se apoya en un argumento moralmente perverso. Supone que el aceite de ricino de la austeridad es la justa penitencia a un pecado de lujuria crediticia y consumista cometido por los Gobiernos y ciudadanos de países como Grecia, Irlanda, Portugal, Italia o España, es decir, los PIIGS (acrónimo que en inglés significa "cerdos"). Por cierto, países mayoritariamente católicos, algo que creo que no es indiferente a la visión de la luterana Merkel.

Ese enfoque es moralmente perverso. Oculta que el origen de la crisis financiera no fue el despilfarro público, sino la falta de prudencia y los desmanes del sector privado financiero de la UE; y, en particular, del sistema financiero alemán. Sin reconocer esa responsabilidad privada, la medicina es engañosa. Por eso, la reforma del sistema financiero para evitar nuevos desmanes y fallos es, como mínimo, igual de prioritaria que otras reformas más publicitadas, como la de las pensiones o la laboral.

¿Qué proponen Merkel y, por puro mimetismo, Sarkozy? Que los ciudadanos de los PIIGS paguen todas la deudas -incluidas las del sector privado financiero e inmobiliario-, disminuyan el déficit mediante el recorte de gastos y practiquen reducciones drásticas y masivas de los salarios nominales que hagan que los precios de sus bienes y servicios sean más competitivos.

¿Por qué esa medicina, publicitada bajo el señuelo de la "competitividad", tiene muchas probabilidades de no curar y, por el contrario, puede agravar la enfermedad? Porque es muy difícil que un país muy endeudado, con elevado déficit exterior y sin poder devaluar, pueda pagar sus deudas, recortar los gastos y ganar rápidamente competitividad mediante reducciones brutales de salarios.

Esa medicina funciona razonablemente bien cuando la austeridad y las reformas se pueden combinar con la devaluación de la moneda. La devaluación, junto con la moderación salarial, permiten un shock de competitividad a corto plazo, impulsa las exportaciones, el crecimiento, el empleo y los ingresos públicos. Eso da oxígeno a corto plazo y permite ganar tiempo para que las reformas aumenten la productividad a medio plazo. Finalmente, esa mejora de productividad genera una competitividad sana y sostenible, no basada en las reducciones salariales.

Hay muchos casos de éxito de esta combinación de austeridad, devaluación y reformas. Sin ir más lejos, España en 1977, 1982 y 1993.

Pero les aseguro que les será difícil encontrar casos en que la austeridad, por sí sola, funcione. Ni la propia Alemania lo es. Su éxito de posguerra fue la combinación de austeridad con una enorme ayuda financiera externa (Plan Marshall) que no solo les condonó las deudas de la guerra, sino que financió su reconstrucción y tiró de su demanda.

En sentido contrario, hay numerosos ejemplos de cómo la austeridad practicada sin mesura lleva al fracaso. Un ejemplo paradigmático fue el patrón oro posterior a la I Guerra Mundial, un mecanismo monetario que al imponer la austeridad generalizada e impedir devaluar creó un clima tan hostil que acabó rompiendo el sistema.

¿No hay alternativa dentro de una Unión Económica y Monetaria para sin devaluar ganar competitividad? La hay. Pero se necesitan dos condiciones. La primera, es que exista dentro de la Unión un mecanismo de rescate de última instancia de los países con problemas financieros, sin que ese rescate empeore aún más las cosas, como el ejemplo de Grecia e Irlanda ha puesto de manifiesto. La segunda es que exista un consumidor de última instancia que tire de la demanda y permita a los países que están tratando de ganar competitividad con salarios vender sus productos.

En el caso de los Estados Unidos, ese consumidor de última instancia es el Gobierno federal, con capacidad para endeudarse, gastar y tirar de la economía, como lo está haciendo el Gobierno de Obama. En Europa no existe ese gobierno económico de la Unión. En su ausencia, solo Alemania está en condiciones de hacer ese papel.

Pero Angela Merkel no quiere. La comprendo. Como representante político se debe al interés de los que la votan. No somos los europeos, son los ciudadanos alemanes. Tiene derecho a no querer cargar sobre los contribuyentes alemanes la carga del rescate de otros países. Pero al menos que no nos venda medicina engañosa, ni nos haga discursos morales tramposos. Sencillamente, solo hemos de reconocer que su poder para imponernos esa medicina le viene de que es el gran prestamista. Y nada más.

Creo que fue el ex canciller alemán Helmut Kohl quien dijo que el problema de Europa es que Alemania es muy grande para ser un socio igual a los demás, pero demasiado pequeño para ejercer el liderazgo económico que Europa necesita. Esa es la realidad. Veamos cómo podemos convivir con ella, a la espera de que la moneda europea común nos lleve a un gobierno europeo común, sin que la inconfortabilidad nos lleve a males mayores.

Antón Costas Comesaña es catedrático de Política Económica en la Universidad de Barcelona.

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