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Reportaje:TRASTEVERE

El barrio pagano de la ciudad santa

Javier Rodríguez Marcos

Hay cosas que se entienden mejor desde la periferia que desde el centro. Si el Trastevere marca la frontera del corazón de Roma, la plaza de San Pietro in Montorio marca la frontera del Trastevere. De noche las parejas suben allí a besarse, y de día -a veces una cosa lleva a la otra-, a hacerse fotos después de la boda. Todos ellos se cruzan con los que buscan la mejor vista de la ciudad y quieren contemplar, de paso, uno de los experimentos más delicados de la historia de la arquitectura.

Como en un travelín cinematográfico, desde allí el panorama permite pasar revista a las siete colinas eternas con sus respectivos tesoros: la cúpula del Vaticano, el Castel Sant'Angelo, la Villa Medici, la Trinità dei Monti -que corona la famosa escalinata de la plaza de España-, el monumento al rey Víctor Manuel -en el que la gracia popular ha querido ver una grandilocuente máquina de escribir de mármol blanco-, el Capitolio...

De día es un pueblo al que le falta una mano de pintura
De noche, las lámparas desprenden una luz que parece inventada por Caravaggio
La mitad este esconde maravillas de harina y mármol
Así es el Trastevere: muy pagano y muy cristiano, sin solución de continuidad

El experimento arquitectónico es, entretanto, el templete de Bramante, un edificio circular que muchos han visto en los libros de arte, pero al que pocos imaginan enclaustrado entre las paredes de la iglesia de San Pietro in Montorio y las de la Academia de España: una joya en un tosco joyero. El templete es, por cierto, territorio español desde que los Reyes Católicos encargaron erigirlo en el lugar en el que, según la leyenda, san Pedro fue crucificado boca abajo.

Pese a que esa maravilla queda al margen de las rutas turísticas, muchos de los hitos de la Roma renacentista y barroca tienen su origen en esa capilla curvilínea rodeada de columnas en la que Bramante alcanzó el equilibrio de las proporciones para sintetizar cristianismo y paganismo. No es extraño que Stendhal -enamorado de Italia hasta el punto de considerarse "completamente milanés"- eligiera la iglesia vecina como punto de partida para sus memorias, un libro en el que recurre "al estilo" lo estrictamente necesario y en el que mezcla experiencia y ficción sin recato alguno. Lo mismo que hace en sus chispeantes paseos por Roma.

Allí relata una de las claves del éxito de sus visitas a la ciudad. Cuando él o uno de los miembros del grupo que le acompaña aparece en el desayuno con un alfiler en la casaca, los demás interpretan que ha decidido volverse "invisible", esto es, que quiere hacer la ruta del día en compañía del resto, pero sin someterse a su conversación. El método, que merecería patentarse, no perdió ni un ápice de su gracia cuando los historiadores de la literatura descubrieron que el autor de La Cartuja de Parma había estado en Roma, pero solo, sin nadie cuya charla necesitase conjurar con alfiler alguno.

Para la media romana, la plaza de San Pietro in Montorio es un relativo remanso de silencio solo roto a diario por el cañonazo que, todavía más arriba, en el Piazzale Garibaldi, anuncia la llegada del mediodía y recuerda que desde esa colina entraron en Roma los que luchaban por la unidad de Italia. A la espalda, el estruendo pasajero de un cañón decimonónico. Al frente, el rumor interminable del Trastevere.

En el fondo, al Trastevere no se llega por casualidad como al Panteón y al Coliseo -"ah, estaba aquí"-, al Trastevere hay que ir. De entrada, hay que cruzar el río que le da nombre: Trans Tiberim, más allá del Tíber. Nadie va a la plaza de San Cosimato si no es al mercado que se instala allí cada mañana. En lo que en tiempos de Augusto fue el escenario de las naumaquias -los espectáculos en forma de batallas navales-, el acanto de los capiteles ha dejado su lugar al hinojo, que los romanos comen con una pizca de sal y un chorro de aceite de oliva, y a la flor de calabacín, ese prodigio de sutileza natural que mezcla botánica, metafísica y gastronomía, clasicismo y barroco. Con ella se adereza una de esas inagotables variedades de pizza que a nadie se le ocurriría pedir por teléfono.

San Cosimato está en los antípodas de los modernos centros comerciales. Es un mercado sin celofán en el que los alimentos saben a lo que anuncian. Lo mismo cabría decir del Trastevere, que de día es como un pueblo al que le faltará siempre una capa de pintura y de noche parece iluminado, como suele decirse, con una bombilla de 40 vatios. Incluso en los momentos en que se convierte en el centro de peregrinación del nuevo paganismo after hours, la moda en las terrazas de los restaurantes sigue siendo las fiaccole, las lámparas de barro cuya llama desprende una luz que parece inventada en tiempos de Caravaggio.

También de noche, Santa María in Trastevere se convierte en un circo de cuatro pistas en el que los espectadores contemplan el espectáculo de la vida sentados en los bares y en las escaleras de la fuente que preside la plaza. Mientras, a su alrededor, ejecutan su danza los camareros, los malabaristas, los magos de Pakistán o los chinos que venden rosas y ofrecen pájaros de plástico, perfectamente adiestrados, que hacen equilibrios en el índice de su amo. La noche no significa lo mismo para todos: la belleza romana alimenta la vista sin llenar el estómago. También hay parroquianos que salen de la basílica no de contemplar los mosaicos, sino de dejarle a San Antonio un pedido en los brazos. Entretanto, los que dan la causa por perdida, o sencillamente huyen de los turistas, se refugian en el bar Calisto. A tan solo unos metros de la vorágine, el establecimiento parece llevar un siglo despachando barato cerveza Peroni y litros de sgroppino, café y cornetti (cruasanes) servidos en la mano con una servilleta.

Habitado originariamente por los sirios y los judíos que trabajaban en el puerto del Tíber, el Trastevere fue desde el principio un lugar de extranjeros que, por hallarse en la misma ribera que el Vaticano, llegó a estar bajo el mando del Papa. Era en un tiempo en el que, en su trazado, convivían las callejuelas del interior del barrio con las villas que se asoman a la orilla del río. Entre ellas reina la Farnesina, a la que las aguas separan del imponente palacio Farnese. Si este, en el cogollo romano, fue proyectado por Miguel Ángel, aquella, en el corazón del refinamiento trasteverino, la decoró su enemigo Rafael con el celebérrimo fresco de la ninfa Galatea. El joven genio de Urbino lo pintó entre 1513 y 1514, o sea, en medio de los trabajos que él mismo andaba ejecutando en las estancias vaticanas y que, pese a su maestría, no alcanzaron a superar los que su rival había pintado casi simultáneamente en la bóveda de la Capilla Sixtina. No cuesta imaginar, por lo demás, que los torsos que pueblan esas paredes acuden cada día a cincelarse al gimnasio del Vicolo Moroni, la palestra que solía frecuentar un muchacho alemán al que sus colegas de sala de musculación reconocían, con un punto de orgullo, entre las amistades del cardenal Ratzinger antes de convertirse en Papa.

Así es el Trastevere: muy pagano y muy cristiano, sin solución de continuidad. Igual que en una misma calle conviven un taller mecánico, una trattoria, un colmado de los de antes y una tienda de antigüedades de las de siempre, en sus habitantes se mezcla una teología felizmente materialista aprendida en los tiempos del eurocomunismo y una secular frivolidad vaticana. Así se entiende el humor del escritor Stefano Benni, un verdadero mito en Italia, pero cuya obra nunca ha arraigado en España. Benni, boloñés, pero vecino del Trastevere, acostumbra a presentar sus libros en la librería Bibli de la Via dei Fienaroli, un local, como los coches familiares, más grande por dentro que por fuera. Allí resuenan de cuando en cuando sus particulares versos amorosos -"Perdóname, usé nuestra canción para otra relación"- y políticos: "Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán ajusticiados". Sin olvidar relatos de la ácida estirpe de Papá va a la televisión, la historia de una familia que se reúne ceremoniosamente en torno a la tele, llama a vecinos y amigos, prepara comida, sirve bebida y enciende el aparato a la hora anunciada. ¿El motivo? Retransmiten en directo la ejecución del padre.

En el fondo, las calles del Trastevere son un fractal de Italia entera. Solo la fortaleza, la cultura y el sentido del humor de su sociedad civil explican que el país siga estando entre los más desarrollados del mundo, a pesar de su esperpéntica clase dirigente. Por eso no desentona que en las tapaderas de hierro de las alcantarillas se lea todavía el SPQR de los tiempos de la república romana, ni que "salve" sea todavía un saludo. Aunque la restauración de un edificio puede demorarse décadas por falta de fondos, la Via Garibaldi, que conduce al Gianicolo, puede acostarse manga por hombro y levantarse asfaltada como si un grupo de suizos hubiera trabajado en ella durante toda la noche.

En el número 88 de esa calle vivió Rafael Alberti durante la última parte de su exilio romano, iniciado en mayo de 1963. Al instalarse en el Trastevere, el poeta gaditano recordó los días que había pasado allí en 1935 con otro vecino del barrio, Ramón del Valle-Inclán, director de la Academia de España. "Había amenazado al Gobierno de la República con ponerse a pedir limosna con sus hijos en la plaza de la Cibeles si no lo socorrían con algún cargo", recordó Alberti con malicioso humor. A la muerte en 1936 del creador del esperpento, el secretario de la academia de San Pietro in Montorio remitió a Madrid una lista de objetos personales del escritor que incluía dos zapatos de baile, una cruz, las obras completas de Rubén Darío, los 22 tomos de las memorias de Casanova, tres cuadernos con Divinas palabras y un automóvil matrícula ITALIA-35562, Roma. Y añadió las facturas que reclamaban un librero y el cocinero de la academia por "una comida y dos tés".

Rafael Alberti, que tenía un miedo a los coches todavía mayor que el de su amigo Federico García Lorca, escribió en la capital italiana Roma, peligro para caminantes. Siempre recordó con cariño su estancia en el "ilustrísimo barrio" del Trastevere, "la verdadera capital de Roma", resurgimiento de "todas las basuras, todas las ratas, todos los gatos, todas las más largas y libres meadas del mundo".

Con todo, ni las largas meadas de este mundo llegan, como la sangre, al río. Antes se encuentran con una barrera artificial: el Viale Trastevere. Abierta en 1888, la avenida partió en dos el barrio como una manzana. Separados por una vía que hoy aloja una de las mejores pizzerías de la ciudad -ni siquiera tiene nombre-, al Oeste quedaron Santa María y San Cosimato. Es decir, el bullicio. Al Este, entretanto, quedaron las calles que hacen vida con vistas al Tíber y de cara a un silencio que solo se rompe los domingos con el mercado de Porta Portese, una mezcla de Rastro y corte de los milagros instalado ya a tiro de piedra del tranvía, en el extremo de la calle en la que Nani Moretti abrió su sala de cine Nuovo Sacher. Si al Oeste del Trastevere hay que ir a propósito, al Este apenas se va por despiste, porque se vive allí o porque se quiere cruzar a la isla Tiberina. Hay quien dice que sus rincones están iluminados con 10 vatios menos todavía que los de la otra mitad del barrio.

Esa mitad, no obstante, esconde también sus maravillas. Unas son de harina, y otras, de mármol. Las de harina las venden en el horno de la Via della Luce, decorado con fotos amarillas de actores ya solo allí eternamente jóvenes. "Quien no ha visto esta parte del mundo / no sabrá nunca para qué ha nacido", decían, en romanesco, los versos de Giuseppe Belli, el poeta cuya estatua preside la entrada al barrio (o la salida del resto de la ciudad).

Las joyas de mármol, por su parte, son fruto de esa costumbre italiana, anterior al turismo, de dejar las obras de arte en los lugares para los que fueron creadas en vez de reunirlas en un museo. Algo subrayado durante siglos por el poder de las ciudades-Estado que terminarían por dar forma a Italia y que, de paso, dio lugar a una galaxia imbatible de ciudades-museo. Por más que la vieja tensión entre centro y periferia que aqueja a muchos países fuera sustituida aquí por otra no menos vieja entre el norte y el sur.

Es esa costumbre la que ha permitido que dos templos del Trastevere conserven dos de las piezas más originales de la historia de la escultura. La primera se encuentra en la iglesia de San Francesco a Ripa y es obra de Bernini: la Beata Ludovica Albertoni, cuyo orgasmático éxtasis -parece morirse literalmente de gusto- deja a la famosa Santa Teresa, salida del mismo cincel y de las mismas manos, como un ejemplo de pudoroso recato. Unas calles más allá, la Santa Cecilia de Stefano Maderno, en la basílica del mismo nombre, es tan enigmática como la anterior, pero por las razones opuestas. Tumbada de lado, el cuerpo de la patrona de la música -patronazgo inventado en el siglo XVI a partir de una traducción errónea del relato de su martirio- mira al espectador. Sin embargo, un incómodo gesto de la cabeza nos oculta su cara mientras exhibe un corte profundo en el cuello. La peripecia de Cecilia, una de las santas con mayor ascendencia sobre los romanos desde el tiempo de las catacumbas, se lo pondría difícil al más audaz guionista de Hollywood. Tras negarse a adorar a los dioses paganos fue condenada a morir decapitada, pero, después de tres espadazos, el verdugo no consiguió separarle la cabeza del cuerpo. Como la ley prohibía un cuarto golpe, la mártir vagó durante tres días por las calles de Roma, desangrándose, pero repartiendo sus posesiones entre los romanos, que todavía la adoran y repiten su historia como si la acabaran de leer en el periódico. 

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Javier Rodríguez Marcos
Es subdirector de Opinión. Fue jefe de sección de 'Babelia', suplemento cultural de EL PAÍS. Antes trabajó en 'ABC'. Licenciado en Filología, es autor de la crónica 'Un torpe en un terremoto' y premio Ojo Crítico de Poesía por el libro 'Frágil'. También comisarió para el Museo Reina Sofía la exposición 'Minimalismos: un signo de los tiempos'.

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