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Columna
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Espejismos en África

Antonio Elorza

El relato del responsable de las Antigüedades parecía creíble, pero las imágenes denunciaban a las claras el montaje destinado a probar a posteriori la eficaz protección de los tesoros del Museo Egipcio (y de sus momias, sobre cuya significativa decapitación se corría un tupido velo). Además, solo hubo unas cuantas cosas rotas, enfocando la cámara a una barquita en el suelo, sin añadir que había volado la imagen de Tutankamon que la presidiera. Hasta CNN picó. Menos mal que el mismo día la BBC explicó las sustracciones, deshaciendo el final feliz que llevó a algunos a celebrar la conciencia cívica que al parecer revelaba el episodio.

El viejo profesor solía decir que no hay peor ciego que quien no quiere ver. A esto cabría añadir el complemento de otra ceguera, la de aquellos que ven en la realidad lo que conviene a sus posiciones ideológicas, proporcionando de este modo una interpretación reduccionista. En la secuencia aun en curso de las revueltas del mundo árabe esta deformación se ha manifestado entre nosotros con excesiva frecuencia. La espectacularidad de las caídas de dictadores en Túnez y Egipto se prestaba a ello. Estábamos ante procesos inequívocamente democráticos mediante los cuales los pueblos árabes hacían caer la muralla homogénea del autoritarismo apoyado por Occidente y de paso deshacían el mito de la incompatibilidad entre islamismo y democracia. Solo un islamófobo irrecuperable podía pensar de otro modo.

Cada una de las afirmaciones anteriores tiene una parte de verdad y una carga de error. De entrada, una movilización pacífica contra una dictadura, siguiendo las ideas de Gene Sharp, constituye una premisa para alcanzar la democracia, si bien este segundo aspecto depende de los objetivos de la revuelta. En Túnez no parece haber dudas; en Egipto las encuestas entre manifestantes de Tahrir y lo sucedido después llevan a hipótesis menos optimistas. En el Este libio el grito es Allah u-Akhbar. La revolución democrática es un punto de llegada deseable, no seguro. Y el islam y el islamismo, que no son la misma cosa, jugarán un papel decisivo para el desenlace en uno u otro sentido.

Más cuestionable es incluir todos los regímenes preexistentes en el cajón de sastre del autoritarismo. Gracias a Juan Linz contamos con ese concepto que permite designar a los regímenes no democráticos, dictatoriales incluso, pero con pluralismo limitado, funcionamiento pragmático y cierto margen para la sociedad civil, circunstancias que se daban en Túnez y en Egipto, pero no en Libia, donde regía el neo-sultanismo de Gadafi, con autocracia personal, clanes de apoyo, arbitrariedad tan ilimitada como su vocación represiva. Por eso solo podía caer mediante una acción militar que respaldase la movilización antidictatorial. Lo mismo puede decirse del sultanismo estricto de Arabia Saudí o de la teocracia islamista en Irán. Las revueltas han podido surgir por simpatía, tomando el término de las explosiones por simpatía en química, como surgieran en Europa en 1848 o 1989. Otra cosa es que crearan una ola incontenible. El error de apreciación está teniendo ya graves consecuencias, y afecta sobre todo a una Administración de Obama que vendió la piel del oso antes de matarlo, aunque también a quienes se juegan la vida contra Gadafi. Un progresismo bien intencionado pensó otro tanto en España a fines de febrero. Recuerdo una observación que entonces escribí para mí: "El buen funcionamiento de los llamamientos a la movilización popular no puede contrarrestar el imperio de las armas. De no darse un vuelco en la actitud militar, Gadafi tiene recursos para encarar una guerra civil contra su propio pueblo".

El episodio aconseja matizar el síndrome de Occidente culpable. El problema no era comprar petróleo a Gadafi, sino festejarle como Aznar o besarle la mano como Berlusconi, su máximo protector actual en Europa al lado de Tayyip Erdogan, siempre ensalzado aquí, fiel a su neo-otomanismo. En su estupendo artículo, Naïm debiera incluirle al lado de Chávez y Ortega. Además, China y Rusia obligan a atender a los intereses económicos nacionales. Al imponer la No Intervención sobre Libia su juego queda claro.

Última reflexión desde España. Una cosa es la islamofobia, otra la islamodulia, la reverencia ante un islamismo cuya actitud oficial pragmática coexiste con comportamientos agresivos de islamistas frente a toda pretensión de igualdad. Los ataques a coptos protegidos por las fuerzas del orden siguen la estela del atentado de Año Nuevo en Alejandría. Las pocas mujeres que se manifestaron el 8 de marzo en Tahrir fueron ferozmente agredidas. Y no me cuenten que por un machismo ajeno a la intolerancia religiosa.

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