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El caso de los ERE
Columna
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Recordatorio oportuno

Lo que ocurrió ayer en Portugal ha podido ocurrir en varias ocasiones en España a lo largo de este último año. Si no hubieran aprobado las Cortes generales el paquete de medidas que adoptó el Gobierno tras la reunión del Ecofin de la primavera pasada sobre congelación de pensiones y sueldos de los funcionarios, así como el aumento del IVA o las posteriores reforma laboral y de las pensiones; o si no se hubieran aprobado los Presupuestos generales para 2011, España se habría deslizado por la misma pendiente por la que se está deslizando en este momento Portugal, que va a acabar, si no con seguridad sí con mucha probabilidad, en la intervención del país primero y en un programa de ajuste mucho más duro que el que ahora se ha rechazado después.

En España no ha ocurrido por la confluencia de dos circunstancias: la existencia de partidos nacionalistas y la estructura descentralizada del Estado. Han sido los nacionalistas catalanes y vascos los que han hecho posible que el Gobierno de la nación pusiera en práctica una estrategia que, aunque no ha conseguido despejar todavía por completo todas las dudas, sí parece haber alejado el fantasma de la intervención. Lo que durante estos últimos meses venía diciendo sobre la solvencia de España casi en solitario el Gobierno, lo dice hoy casi todo el mundo. Esto hay que apuntarlo en el haber del nacionalismo mayoritario vasco y catalán.

Ahora bien, esta contribución del nacionalismo vasco y catalán no hubiera sido posible sin una estructura descentralizada del Estado. Cuando han contribuido a aprobar las medidas a la que he hecho referencia, ni el nacionalismo mayoritario vasco o catalán estaban gobernando, pero el segundo ya ha recuperado el Gobierno de la Generalitat, después de haberlo ocupado durante siete legislaturas consecutivas, y el primero sabe que lo recuperará en un futuro, además de haberlo ocupado ininterrumpidamente hasta esta legislatura. Los partidos nacionalistas vasco y catalán son partidos de gobierno y son plenamente conscientes de las consecuencias de sus actos como tales. Sin ese plus de responsabilidad que le impone su condición, habría desaparecido cualquier incentivo para apoyar medidas impopulares adoptadas además por un Ejecutivo muy desgastado.

Con un Estado unitario y centralista hubiera sido prácticamente imposible que en España no hubiera ocurrido lo que ha pasado en Portugal y, en este momento, no se puede saber muy bien cómo estaríamos, pero con seguridad mucho peor de lo que estamos.

Me parece que no está de más no perder de vista esta perspectiva ahora que se ha levantado la veda y se ha convertido en una suerte de moda disparar contra el Estado de las autonomías. En todos los momentos de dificultad por los que ha atravesado el país desde el momento inicial de la Transición hasta hoy, la contribución de los nacionalismos para moderar el enfrentamiento entre los dos grandes partidos españoles y evitar derivas sectarias ha sido fundamental. Ocurrió con la UCD tanto de Adolfo Suárez como de Leopoldo Calvo Sotelo, con el PSOE de Felipe González, en la primera legislatura del PP, hasta que José María Aznar con la mayoría absoluta de la segunda prescindió por completo de ellos, y está volviendo a ocurrir con el PSOE de José Luis Rodríguez Zapatero.

No cabe duda de que un Estado políticamente descentralizado es mucho más difícil de gestionar que un Estado unitario, pero también es mucho más fiable y menos proclive a tomar decisiones precipitadas que pueden acabar teniendo un coste extraordinario. Lo ocurrido ayer en Portugal ha venido a recordárnoslo.

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