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Elecciones municipales y autonómicas
Columna
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La ridícula manía de inaugurar

Las inauguraciones son como los mítines, viejos actos de propaganda, si bien el mitin cuenta al menos con la pasión del convencido, satisfecho con su dedicación de palmero voluntario que acepta con placer el papel de comparsa. Pero tanto las unas como los otros no persiguen a estas alturas la emoción antañona del directo, sino la del diferido. Aunque ya ni siquiera el diferido lo compra un medio informativo que no sea el que de un modo u otro esté subvencionado para la propaganda o dedicado exclusivamente a ella, es decir, la Telemadrid que no le gusta a Aguirre, a pesar de lo que se vale de su pantalla, o los sucedáneos rabiosos que persigue la presidenta en su intento de pasar de sus manos públicas a otras amigas la tele autonómica.

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Pero nuestras autoridades siguen inaugurando a destajo por pura rutina, tradición irreflexiva o voluntad de hacernos partícipes de sus ridículos gozos ceremoniales a los que los ciudadanos apenas asisten desde lejos con indiferencia. Menos mal que a veces estas ceremonias tienen su toque de ficción (la presidenta madrileña inaugurando lo impecable y unas fotos detrás de su figura dando cuenta al tiempo de las tripas de la instalación inacabada), que es lo que termina por convertir en divertido el cómico rito obsoleto. Un rito que además a ellos les sirve para pelearse por un quítame allá esa invitación que no me llegó para inaugurar contigo o para culpar a Zapatero de no haber podido inaugurar antes lo que inauguran ahora. O de haberlo inaugurado a pesar de Zapatero.

Bien es verdad que, hablando de ficciones, las autoridades madrileñas no han logrado en su descaro el grado de desvergüenza cínica al que han llegado sus virtuosos correligionarios -Francisco Camps y Carlos Fabra- en Castellón. Inaugurar un aeropuerto sin aviones seis meses antes de lo previsto para cualquier aterrizaje y convertirlo por ahora en pistas para paseantes convierte la inauguración aeroportuaria en un disparatado acto surrealista que solo explica la pérdida de cabeza de los inauguradores compulsivos. Y por inaugurar antes de tiempo que no sea: el mismo Camps acaba de inaugurar con eclesiástica solemnidad la maqueta pequeñita de un hospital en una localidad valenciana, a falta incluso de un terreno donde colocar siquiera la primera piedra del hospital necesario. Que esta de las primeras piedras, más en desuso ya, es otra de las arcaicas ceremonias que siguen practicando nuestras autoridades. Aunque lo mejor de las primeras piedras es que con el tiempo se olvidan.

No obstante, como acabamos de ver, también a veces la autoridad se olvida curiosamente de inaugurar. Y si no que se lo digan a la presidenta de Madrid: le ha reprochado la prensa que inaugure ahora unas instalaciones hospitalarias con tres años de retraso. No han tenido en cuenta que el hecho de que no estén acabadas no es por lo común razón suficiente para que Aguirre se resista a inaugurar; seguramente se debió a que no le avisaron. Pero además, no todo lo que se inaugura se estrena; a veces se olvidan de que ya se había inaugurado antes lo que se inaugura ahora y nos venden como nuevo lo usado.

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Con todo, ni las maquetas ni las primeras piedras encierran el peligro de las apresuradas inauguraciones hospitalarias de cuyos nefastos efectos llegamos a saber poco. Se me dirá que soy alarmista, pero quien se ahorra la inauguración se ahorra el riesgo. Por eso me permito proponer a quienes velan por nuestra seguridad la prohibición radical de cualquier inauguración en todo tiempo, electoral o no: todo puede empezar a funcionar sin que Gallardón, Aguirre o José Blanco lo bendigan o corten la cinta. Es más, sin las prisas inaugurales, todo funciona mejor.

El actual Gobierno de España, tan dispuesto a inmolarse, sería el llamado a intentar un consenso imposible para acabar con esas ceremonias obsoletas y costosas. Y si con esa prohibición se reduce el trabajo de la Casa Real y mengua su plantilla, se siente, pero es que además una manera de evitar enredos en la mente perversa de los ciudadanos recelosos es dejar de hacer actos cuya pompa les lleve a pensar cuánto habrá costado esa tarima sobre la que se posan los príncipes, y cuánto de lo que ha costado se ha llevado una trama, o cuál sería el valor real de algo que se inaugura si se descontara lo que ha acabado en el bolsillo del invitado a una boda ostentosa.

Hay que evitar que las inauguraciones susciten esos malos pensamientos en los ciudadanos para no dar lugar a que el PP tenga que estar firmando manifiestos contra la corrupción con el objeto de tranquilizarnos con sus arrebatos éticos. Puede acabar firmando Rajoy el próximo sermón contra corruptos, no en la tierra de Jaume Matas, espejo de honestidad, como ha hecho, sino en el púlpito del monasterio de El Escorial, tan próximo a sus celebraciones íntimas.

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