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Reportaje:70ª FERIA DEL LIBRO DE MADRID | ANÁLISIS

Cruce de rutas literarias

La literatura internacional está presente en Alemania con numerosas traducciones. Esta actividad dio comienzo de forma muy ambiciosa en la época gloriosa comprendida entre 1780 y 1830, cuando aún no existía un Estado nacional y no más de una docena de cabezas poética y filosóficamente embriagadas engrasaban la pequeña máquina lingüística alemana en calidad de descendientes de Lutero, cazaban prácticamente al vuelo nuevas palabras venidas de todas partes y adaptaban el latín, el francés y el español según necesitaban en cada momento, a la vez que desarrollaban el alemán convirtiéndolo en el idioma ágil, propio, poderosamente expresivo y apelativo que nos han dejado como una obra prodigiosa, por no hablar de la construcción refinadamente estratificada de periodos oracionales con sus insertos y giros reflexivos que quizá debamos agradecer más a los filósofos que a los poetas.

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Alemania en España

Lichtenberg, Lessing, Karl-Philipp Moritz, Jean Paul, Goethe, Schiller, Heinrich von Kleist, no fueron espíritus constreñidos intelectualmente en lo patrio, sino ciudadanos del mundo que asomaban curiosos sus cabezas por encima de las colinas nacionales. A partir de mediados del siglo XIX esa actitud libre de curiosidad por el mundo fue extinguiéndose con el rechazo agresivo de la denominada Verwelschung (extranjerización del idioma alemán) para, finalmente, desaparecer bajo el nacionalsocialismo.

El primer impulso de volver a dejar entrar el mundo en forma de libro llegó después de la Segunda Guerra Mundial. La biblioteca de mis padres muestra con qué avidez, con qué hambre voraz aquellos a los que les gustaba leer se abalanzaban sobre todo lo que llegaba de Norteamérica o Francia. Un par de años después apareció el primer libro escrito por un negro, una verdadera sensación en aquel entonces: Another Country, otro país, de James Baldwin. Seguro que a los blancos de aquella generación les costó hacerse a la idea de que un negro escribiera un libro y, encima, bueno.

Para mi generación era obvio que los franceses, los italianos, los españoles y, sobre todo, los norteamericanos y los ingleses, formaban parte del bagaje cultural básico. Los primeros autores sudamericanos significaron para mí una nueva vía de acceso al mundo profundamente estimulante. Cien años de soledad irrumpió como un trueno, ¡bendito Dios! A partir de entonces leí toda la literatura sudamericana que se podía conseguir.

Debido a todos esos innumerables libros que evocaban el continente de forma tan colorista, tan sofocante, tan vital, incluso en medio de la más negra melancolía, y cuyos autores confundían los tiempos como niños traviesos, me casé con un argentino y me fui a vivir a Buenos Aires. Pero en la misma medida en que apreciaba lo desconocido cuando llegaba a mí en forma de libro, me sentía perdida y angustiada cuando eso ocurría en la realidad. En aquel entonces, a finales de los años setenta, muchos países sudamericanos estaban dominados por brutales dictaduras militares, era algo visible por todas partes. Durante un viaje por todo el continente, que entonces duró casi un año, vi la miseria, escenas que despertaban un único deseo: ¡volver inmediatamente a casa! Pero luego me reencontraba con la literatura que ayudaba a entender mejor esos países, que pedía insistentemente que no se considerara esa visión de la crueldad como lo único destacado. Aún recuerdo las semanas divinas que pasé siguiendo el curso de un afluente del Amazonas acompañada por La casa verde, de Mario Vargas Llosa.

Años después, de vuelta en Alemania, fui familiarizándome cada vez más con la literatura japonesa, cuyo discreto refinamiento, sobre todo en el caso de los autores más antiguos, aún me entusiasma. Y más tarde, cuando cayó el telón de acero, llegó un segundo trueno. Se acercaban los europeos del Este. Reconozco que hace 30 años no hubiera creído que los húngaros, los rumanos, los ucranios pudieran escribir realmente, aparte de algunos antiguos exiliados como Eugène Ionesco, que vivían en París y habían alcanzado fama mundial; aparte también de los polacos encarnados en la figura de los grandiosos Zbigniew Herbert y Witold Gombrowicz o de algunos checos que ya habían estado presentes antes en Occidente a través de traducciones. Pero todo lo nuevo que fue saliendo poco a poco entonces, rotundo, deslumbrante y rebosante de fuerza, saltimbanquis como Peter Esterhazy, sondeadores de lo oscuro como Laszlo Darvasi, equilibristas poéticos como Mircea Cartarescu, por mencionar solamente unos pocos integrantes de todo ese brillante y amplio grupo, era y sigue siendo todavía despampanante. A veces, cuando me siento desmoralizada, esta durísima competencia me encoge el estómago. Porque entretanto, mis libros también buscan lectores y no es tan fácil no desanimarse en medio de la maraña de la literatura mundial.

Debo admitir que me quedan grandes territorios por explorar en el mapa literario. Entre ellos países como China e India, o Pakistán, Irán y la mayoría de los países árabes y africanos. Pero estoy segura de que eso cambiará en los próximos veinte años. Espero impaciente el próximo trueno que me hará brincar de la cama entusiasmada.

Sibylle Lewitscharoff (Stuttgart, 1954). En 1998 recibió el Premio Ingeborg Bachmann por Pong. Y Apostoloff (Adriana Hidalgo Editores) obtuvo el Premio de la Feria del Libro de Leipzig 2009. Traducción de News Clips.

Última edición de la Feria de Fráncfort, la cita literaria y editorial más importante del mundo.
Última edición de la Feria de Fráncfort, la cita literaria y editorial más importante del mundo.JOHANNES EISELE / AFP/ GETTY IMAGES

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