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Fin de semana 'indignado'
Columna
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Techo y pan y vino

No hay panacea, no hay piedra filosofal, no hay purga de Benito y la vida se enreda cada vez más alejando cualquier solución simple y a la humana medida. Cualquier propuesta con visos de racionalidad es siempre sospechosa y descartable. Sin embargo, la vida tiene un repertorio de soluciones del que no se echa mano. Nos dicen que este planeta de alquiler donde vivimos poseía lo suficiente para dar de comer a las razas humanas, pero la distribución es perversa, injusta e inmutable. Guerras, paces, holocaustos, victorias, nunca llega la solución del crucigrama, en la que no parecen interesados los competentes sectores, ni por las buenas ni por vías revolucionarias.

La actualidad muestra ahora una de sus más ácidas caras y los males colectivos son tan reales como incorregibles. Repleguémonos en este pequeño país, que ha vivido un sueño jamás experimentado y bien definido con una de las palabras más tranquilizadoras: bienestar. Mucho han variado las cosas desde los tiempos en que el jaranero Arcipreste de Hita enumeraba dos prioridades: la mantenencia y el trato con hembra placentera, que se ha diversificado. Olvidó techo, guarida, cama y fuego del hogar. Hoy se reclama la vivienda como si fuera deber de la naturaleza facilitarnos un apartamento con trastero y garaje. Ha pasado a la primera línea y con la generosa indulgencia de los políticos insolventes nos hablan del derecho a un lugar digno y otras cosas.

¿Para cuándo un plan de regreso al agro, el oficio de labrar la tierra, de comer lo que se siembra?
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El Congreso de los indignados

¿Problema insoluble? Muy difícil en territorios míseros de abandonados continentes, pero más asequibles en una república bien organizada. Estremece considerar que haya familias sin protección, como si fuese un inexorable y colérico anatema. Aparte de los compatriotas que suspiran por el piso y cayeron en la innoble añagaza de la hipoteca, el problema o parte de él tiene salidas, a las que falta la prudente y acertada señalización. Según las estadísticas, en España hay cerca de 900 pueblos que se han quedado sin habitantes, cuyas casas, generalmente de piedra, tardarán en ser devoradas por el amarillo jaramago. No es empresa imposible retejar, acondicionar una cocina, aunque la leña escasee, la tierra sea ingrata y haya pocas cafeterías, supermercados, cines o discotecas, lo que no parece resultar de primera necesidad.

Bien sé que es hipotético, ilusorio, ingenuo, estúpido incluso, alzar la bandera del regreso al campo, al cultivo de la tierra, a la huerta, el campo de patatas, el maizal y cuidar animales de carne y leche, pero así se vivió. Incluso la necesaria inmigración suele proceder del mundo rural, en países de donde escapan, a veces no por cuestiones puramente económicas sino de otro tipo de explotación. A mis modestas y desguarnecidas entendederas no alcanza la rebaja de competencias gubernamentales como la agricultura, la ganadería, la pesca, el marco natural de nuestra tierra. Colonizados por la codicia emprendedora de grandes países con enormes recursos, como EE UU, seguimos en el latifundio, los huevos de granja, los congelados, la maquinaria que hace el trabajo de 100 personas.

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En la meseta manchega donde nos encontramos hay agua, y los secarrales de La Mancha reverdecen cuando se la ha buscado para henchir semillas que no sean las ascéticas de la vid, el olivo y la encina. Cuando sobrevino la decadencia del Imperio Romano, intentaron regresar a la campiña y quizá tardaron más de la cuenta. Hace falta una programación atractiva para los jóvenes, que no está reñida con la televisión, el contacto por Internet y la ducha.

Han vuelto a la Puerta del Sol los indignados, que me recuerdan la llegada dominical de los entrañables isidros. Escogían, precisamente, ese lugar para merodear por el cogollo de la capital. Algo de confusión hay cuando suenan manidos eslóganes, como la voz del pueblo, el clamor no escuchado, lo que esteriliza el recurrir a las urnas para decir lo que se desea. Esta vez los itinerantes han hecho una inteligente parada en La Moncloa. ¿Para cuándo un plan de regreso al agro, el oficio de labrar la tierra, la gloria de comer lo que se siembra, cuida o captura? Con cierta dosis de escepticismo un viejo amigo me comenta: "A ver si esto es la revolución pendiente de la que tanto hemos oído hablar en los últimos 70 años".

eugeniosuarez@terra.es

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