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25 AÑOS DE LA MUERTE DE BORGES
Columna
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El escritor sin límites

Juan Cruz

Algunas veces la gente pregunta por el mejor escritor del mundo. No hay respuesta posible. ¿Kafka, Cervantes, Shakespeare, Homero, Joyce? Cuando la pregunta se afina y te preguntan quién es el escritor más simpático del mundo, el único capaz de demostrar sincero desafecto por su propio texto, que por otra parte le costó tanto, entonces la respuesta es luminosa, clara y única. Ese hombre, ese escritor, esa persona, era Jorge Luis Borges. Soportó la broma, la ironía, el sarcasmo, la maledicencia, la envidia; cayeron sobre él las plagas con las que se nutre el mundo literario de manera despiadada, y las soportó todas diciendo que él era el otro; era el otro verdaderamente, no era otro, sino El Otro. Su espejo se fue deformando hasta alcanzar la pureza de un cristal en el que se miraba para ver a ese ente ajeno que le dictaba, como desde una maquinita que se parecía al Aleph, historias fantásticas que tenían que ver con la realidad y con el sueño. En él coincidió un caleidoscopio de caracteres que él veía borrosos pero que en su pluma (en su voz: la voz era Borges) adquirían la nitidez de los clásicos. Sus boutades, que muchas veces lo tuvieron a él como único contendiente, han pasado a la historia como elementos que también se usaron en su contra. Él se reía. Se reía siempre. De Borges, a quien vi una semana varias veces y nada más, todo lo que sé de él se parece a lo que viví esos días, recuerdo sobre todo su risa, pero ante todo su voz, como un bajel sonoro, lleno de espuma burlona, siempre al borde de sí mismo pero siempre interesado en el otro como materia prima de su erudición vastísima. Le preguntó a mi mujer, que estaba con nosotros, de donde venía; y cuando supo que venía de la isla de Tenerife revolucionó su sistema de saber y fue inventando leyendas isleñas que cabían en su cabeza asombrosa; otra cosa fue cuando dio con los apellidos de los presentes, que en alguna faceta de sus respectivas historias habían sido, como él, acevedos o borges, y entonces ya dominó con sus ojos quietos pero clarividentes, risueños, toda una teoría sobre el mundo como universo repetido que se va reproduciendo en espejos concéntricos que al final serán un espejo y nada más. Un día vi su lugar de trabajo como bibliotecario en la biblioteca Miguel Cané, de Buenos Aires; un sitio en el que cabía él, si acaso, y de perfil; como Cortázar, Borges, que aún veía, escribía ante la pared y ya era famoso... en Francia; un día le vino un compañero a enseñarle la rara anomalía de que su nombre estuviera en una enciclopedia editada en París. Y Borges comprendió el estupor del funcionario así que coligió con él que seguramente ese nombre era, también, el nombre del Otro. Pues en esa biblioteca donde curtió sus ojos mientras estos le devolvieron palabras escritas, Borges se sintió en el paraíso. El paraíso para él era la escritura, el sueño, el mundo partido milagrosamente en dos, y él en medio surcando océanos como fantasías. A veces le decían: "Borges, ¿qué quiere que quede de usted?". Y él decía: "Nada". Pero como le insistían explicaba que con una línea ya hubiera bastado. Y una vez fueron a verle unos anglosajones con un propósito que a él le abrió un abismo: que les dictara una autobiografía. Pocos vieron a Borges decir No, y no dijo no. En algún momento de ese excurso autobiográfico explicó que un texto así solo debería tener 64 páginas; ahora no recuerdo porque dijo ese número, pero en la edición del Ateneo en la que leí por primera vez esa autobiografía esa declaración precisa cayó justamente en la página 64. Borges en estado puro, el azar, el amor al azar. Inabarcable Borges, el escritor sin límites, el escritor más simpático que he conocido.

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