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Columna
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Cuando desear todavía era útil

Marcos Ordóñez

El 25 de junio de 2002, mi mujer y yo estábamos en Londres, tumbados en las hamacas de Hyde Park, con tres libros sobre la hierba y todo el día por delante. La costa de Utopía, de Tom Stoppard, se estrenaba esa noche en el Olivier, dirigida por Trevor Nunn, y no había mayor urgencia ni mayor placer que zambullirnos en su lectura. Comenzamos a leer a las diez de la mañana. Solo teníamos un juego de ejemplares, de modo que leíamos arrancando y pasándonos las páginas, con la urgencia de una novela por entregas. A las pocas horas, el paisaje cambió. El sol de aquella londinense mañana de verano se convirtió en un sol ruso, el sol que bañaba la hacienda del conde Bakunin, y los árboles que nos rodeaban eran los olmos de las Tullerías en las vísperas de la revolución del 48, y los gritos lejanos de los niños junto al lago eran las voces de Sasha y Kolya en la Riviera francesa. De la mano del mago Stoppard habíamos cruzado a través de la inmensa ventana de la trilogía. De repente cayó una sombra sobre las últimas palabras de Alexander Herzen: estaba anocheciendo y no nos habíamos dado cuenta.

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Aquella noche, en el Olivier, repetimos la zambullida, solo que ahora los personajes tenían cuerpo y voz y eran exactamente como les habíamos imaginado. Solo puede pasar en Londres, pensé entonces, que un espectáculo de nueve horas sobre artistas y revolucionarios rusos desborde un teatro y suscite un apasionado debate público. En eso me equivocaba, porque cinco años más tarde la trilogía fue acogida con el mismo fervor y el mismo éxito en el Lincoln Center de Nueva York.

La costa de Utopía se despliega en tres piezas (Viaje, Naufragio y Rescate) y cubre casi 40 años, desde 1833 hasta 1968, a través de las vidas cruzadas de otros tantos personajes. Es una inmensa lección de historia, de vida y de teatro, en la que te sumerges como en una gran novela, entre la visión coral de Ilusiones perdidas y el desencanto de La educación sentimental, aunque a ratos también recuerde el espíritu, itinerante y tumultuoso, de La dádiva de Nabokov. Rebasada la sesentena, Stoppard sintió el anhelo casi adolescente de escalar esa triple cumbre y hablarnos de la generación para la que se acuñó el término intelligentsia; de los hombres y mujeres que creyeron en una sociedad más justa y más libre, y pagaron por ello con un exilio permanente: el título inglés juega, fonéticamente, con el doble sentido de costa y precio.

Viendo el espectáculo, que llega ahora al Centro Dramático Nacional y al Teatre Lliure a cargo de Aleksei Borodin y el RAMT de Moscú, no dejé de pensar en los ilustrados españoles luchando contra el absolutismo de Fernando VII, y en los regeneracionistas del 98 en su búsqueda conjunta de libertad y conocimiento, o en todos aquellos que creyeron que la Segunda República iba a modernizar, al fin y para siempre, una España medieval y agraria. No teman un sermón didáctico: el mago Stoppard ha desplegado su carpa y va a hablarles de cuando la izquierda no era triste ni inerme, de cuando desear todavía era útil. Con extraordinaria fluidez narrativa, con humor y con emoción. Entren en su circo de tres pistas y caliéntense en su fuego, que buena falta nos hace.

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