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Premio Cervantes 2011 | Voces llegadas de Chile
Columna
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El maestro secreto, cercano

Cuando la poesía chilena de vanguardia, posromántica, neomodernista, empezaba a inflarse, a engolarse, a volverse barroca -telúrica por un lado, por el otro lado, jacobina-, Nicanor Parra la pinchó, la desinfló, le puso una bomba de profundidad con sus antipoemas. Fueron asépticos, incisivos, irreverentes, desconcertantes. Contenían una crítica desaforada de la modernidad en dos textos clásicos: Soliloquio del individuo y Los vicios del mundo moderno. Los maestros declarados de mi generación fueron Pablo Neruda, Vicente Huidobro, César Vallejo. El maestro secreto, cercano, siempre provocador, maestro sin ínfulas ni parafernalia de maestro: Nicanor Parra. No sé qué factores, qué corrientes, produjeron el resultado parriano: ¿las matemáticas, la temporada en Inglaterra, la niñez en Niblinto, los chistes populares? Recuerdo con afecto, con un sentimiento parecido a la nostalgia, los poemas anteriores a la antipoesía: canciones rurales, plazas de provincia, cuadros de familia. Ojalá que la historia de un género no nos haga olvidar su prehistoria.

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En una larga vida, Nicanor lo ha explorado todo y se ha quedado en una tierra de nadie, en un pueblo de la costa central de Chile que se llama Las Cruces. De todos los poetas que he conocido, es el que trabaja más y el que se cansa menos. Trabaja todo el tiempo, dibujando, escribiendo, tomando apuntes del natural, mientras conversa, mientras toma una taza de té, y es un juego permanente, algo que se ha convertido en una manera de ser suya, una segunda naturaleza. A veces, con una plancha vieja, con una cacerola, con una tetera oxidada, construye un objeto estético. Hace algo que podríamos bautizar como chistes objeto y dice, como al pasar, verdades peligrosas. Por ejemplo, escribe una Carta del suicida encima de una bandeja de cartón:

"Chao".

"No soporto la música ambiental".

Después de su antipoesía de la década de los cincuenta, que se prolongaba en un diario mural, el Quebrantahuesos, colocado en una calle del centro de Santiago y cuyo éxito de lectura provocaba congestiones de tráfico, se dedicó en una etapa a la poesía popular, La cueca larga. En ese mismo tiempo empezó a descubrir formas epigramáticas: artefactos, guatapiques, chistes para (des)orientar a la policía. La accidentada historia chilena de las últimas décadas le dio materiales inagotables. La izquierda militante de los años de Salvador Allende le cobró agravios de toda especie. Nicanor se burló de las consignas (Vicente Huidobro, antes que él, había hablado de los esclavos de la consigna), escribiendo el siguiente artefacto, que podríamos definir como artefacto paródico: la izquierda y la derecha unidas jamás serán vencidas.

Después se instaló en el centro de un patio de la Escuela de Ingeniería, en una silla de paja, frente a una mesa de palo que llevaba la siguiente, escueta, leyenda:

"Doy explicaciones".

Desde luego, no necesitaba dar explicaciones de ninguna clase: todos sus antipoemas, sus epigramas, sus chistes, sus dibujos, sus objetos de arte, han sido explicaciones más o menos oscuras, burlonas, destinadas a buenos entendedores.

Es un lector compulsivo, que ha dedicado largas etapas de su vida a lecturas profundizadas, reiteradas, obsesivas. Así ha conocido a socialistas utópicos franceses del estilo de Fourier, a narradores rusos de la familia de Anton Chéjov o de Leonidas Andreiev, a Guillermo Shakespeare en sus obras casi completas. Sus traducciones de Hamlet y del Rey Lear son dignas de revisarse. Aunque se toma algunas libertades, nunca son excesivas ni de mal gusto. Y no deja, de vez en cuando, de escribir algún poema lírico impecable en endecasílabos rimados.

En resumen, creo que el Premio Miguel de Cervantes otorgado a Nicanor Parra es importante: impide que la Academia se vuelva rutinaria, que Cervantes se convierta en estatua. Y dará lugar, me imagino, a toda clase de variantes, bromas, chistes, sobre este episodio singular y admirable de la vida literaria en lengua española.

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