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Reportaje:Una figura para la historia

16 años a "lo que diga don Manuel"

Fraga multiplicó por 10 el presupuesto de la Xunta y llenó Galicia de grandes obras, culminadas en el Gaiás

Xosé Hermida

Entre los logros menos conocidos de Manuel Fraga figura el haber presidido un Consello de la Xunta sin pertenecer siquiera al Gobierno. Ocurrió en 1987, cuando el gabinete del popular Xerardo Fernández Albor se caía a pedazos y los socialistas empezaban ya a tramar una moción de censura con cinco parlamentarios -capitaneados por Xosé Luis Barreiro Rivas- que habían desertado de AP. Albor estaba de viaje en Latinoamérica y, en su ausencia, Fraga ocupó la silla del presidente en una reunión informal del Gobierno en el Pazo de Raxoi. Fue la puntilla para el jefe del Gobierno más débil que haya conocido la autonomía gallega y la prueba de que El León de Vilalba, estrellado contra su famoso techo electoral en el conjunto de España, había hecho caso a los que le pedían que volviese a su tierra.

En la cúspide de su poder, fumigó a dos líderes del PSdeG y uno del Bloque
Cambió las reglas del juego para favorecer las mayorías del PP
En las primeras elecciones, Cacharro Pardo le impidió presentarse por Lugo
Llegó hasta la última aldea y revolucionó la vida rural llevando el teléfono
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Para Fraga era una tarea muy a su medida, con una dimensión mesiánica envuelta en una especie de cuestión de honor. Se trataba de reparar la "felonía" de los que habían abandonado el partido para pactar con la izquierda y de rescatar a Galicia de una coalición de Gobierno que atentaba contra su "mayoría natural". Así que don Manuel no se echó para atrás y en una atípica campaña en pleno diciembre, con esa meteorología borrascosa que tanto le gustaba, se lanzó a la reconquista de Galicia. Antes tuvo que pagar su primer peaje, sintomático de lo que ocurriría después: Francisco Cacharro, entonces intocable barón lucense, se opuso al deseo del patrón de concurrir a las elecciones por su provincia natal y lo obligó a elegir A Coruña.

Presentándose a sí mismo como un emigrante retornado y luchando contra la imagen de perdedor que traía de la política nacional, logró la victoria. Por los pelos y con cierta anuencia del PSOE, que no quiso litigar por unos votos de la emigración decisivos en la provincia de Ourense. Los que creyeron que su paso por la Xunta sería efímero -ya tenía 67 años- se cansarían de esperar. En tres lustros fumigó a dos líderes del PSdeG y a uno del Bloque, y batió todas las marcas de apoyo electoral conocidas hasta entonces en España.

Como ahora Feijóo, el nuevo presidente se estrenó prometiendo austeridad. Una de sus primeras medidas fue anunciar la supresión de "más de 100 unidades administrativas" en la Xunta. Nadie sabía muy bien el alcance de aquello, pero, como sucedería a lo largo de los años siguientes, el titular hizo fortuna en la prensa y con eso bastaba.

Lo siguiente fue amarrar bien todos los resortes del poder. Para empezar, cambió la Ley Electoral y subió del 3% al 5% el umbral mínimo que permitía obtener representación parlamentaria, una medida que propiciaba mayorías más claras. Luego cambió el reglamento de la Cámara para limitar las intervenciones de la oposición, lo que derivó en el celebérrimo zapatazo de Xosé Manuel Beiras sobre su escaño. De las arcas de la Xunta empezaron a manar riadas de millones hacia los medios de comunicación privados. En los públicos no hizo falta: los oficios de su mano derecha, Jesús Pérez Varela, los convirtieron en una oda permanente al hombre providencial que dirigía los destinos de Galicia. Dentro del partido, solo regía una máxima: "Lo que diga don Manuel".

Y luego se sumó todo lo demás. No le quedó una sola aldea de Galicia sin pisar, con Xosé Cuiña como eficaz ejecutor llenó el territorio de carreteras, puentes, auditorios y polígonos industriales -a veces de muy dudosa utilidad- y revolucionó la vida rural llevando el teléfono a todas las casas. En esa primera legislatura colocó a su partido en varias situaciones emabarazosas, empezando por los devaneos con Fidel Castro - a quien apenas dos años antes había calificado como "el hombre que más daño ha hecho a Galicia después de Almanzor"- y terminando por la propuesta de convertir las comunidades autónomas en "Administraciones únicas" dentro de su territorio. En las elecciones de 1993 alcanzó un asombroso 53% de los votos y dejó claro que el fraguismo había venido para quedarse durante una larga temporada.

En la segunda legislatura, con el apoyo de los escándalos que sacudían al Gobierno de Felipe González, fue arrinconando al PSdeG, que cuatro años después sufriría la humillación del sorpasso del BNG. Mientras, la Xunta iba creciendo cada vez más y la figura de su presidente daba una proyección a la autonomía como no había tenido nunca. A la Administración se le fueron adosando un sinfín de entes paralelos, pronto bautizados como chiringuitos, que engordaron exponencialmente su tamaño, hasta multiplicar por 10 el presupuesto de la Xunta durante los 16 años de su mandato. Fue en medio de esa fiebre de grandeza cuando Fraga concibió la Cidade da Cultura. Nadie, por supuesto, le discutió.

Pero detrás del "lo que diga don Manuel" y de aquellos congresos del partido que se despachaban en media mañana había una realidad oculta, una soterrada lucha por el poder y una constante cesión ante los barones. Todo eso se mantuvo oculto durante años hasta que llegó el Prestige y descubrió que la llamada pax fraguiana era ya una ficción. El invencible Fraga, acosado desde dentro y desde fuera, con la salud y los nervios quebrados, se desmayó en la tribuna del Parlamento. Y con él se derrumbó su mito.

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Sobre la firma

Xosé Hermida
Es corresponsal parlamentario de EL PAÍS. Anteriormente ejerció como redactor jefe de España y delegado en Brasil y Galicia. Ha pasado también por las secciones de Deportes, Reportajes y El País Semanal. Sus primeros trabajos fueron en el diario El Correo Gallego y en la emisora Radio Galega.

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