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Tribuna
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Elogio del optimismo (español)

Hemos de abandonar el clima decadentista y apostar por las fortalezas, que las hay

Uno de los efectos más llamativos de la crisis financiera puede encontrarse en la reactivación de la mitología de la decadencia. Se ha vuelto a poner de moda una narrativa crepuscular que sitúa a los llamados países avanzados al borde del colapso de su modelo político-social. Vuelve incluso el eterno ritornellodel “peligro amarillo” que ahora estaría socavando la prosperidad occidental, hundiendo a las clases medias y liquidando sus capacidades de reacción. Según esta visión catastrofista, Europa aparece condenada a convertirse en un actor secundario, una especie de parque temático de la cultura.

El clima decadentista que se respira no es nuevo. Surge como contrapunto romántico de la idea ilustrada de progreso y se nutre de Gibbon y Spengler, quien hace un siglo predijo el derrumbamiento de nuestra “cultura fáustica”. Multitud de pensadores, gurús de la economía y líderes de opinión parecen haber recogido ese legado oracular convirtiéndose en nuevos apóstoles del apocalipsis. Ante ello y sin menospreciar el duro impacto de la crisis, no vendría mal modular el tono lúgubre y afrontar el mañana con un mínimo de ilusión, superando con energía un presente ceniciento, porque no hay nada más paralizante y estéril que el derrotismo. Si no podemos entregarnos al optimismo, abracemos al menos el sabio lema de Montaigne, “no hago nada sin alegría”.

Sin menospreciar el duro impacto de la crisis, no vendría mal modular el tono lúgubre y afrontar el mañana con ilusión
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En el caso español —donde el desánimo encuentra su razón en la tragedia del paro— tal propósito resulta más acuciante. Nuestro pesimismo carga con una dilatada historia. Se inicia, como mínimo, en 1588 con la destrucción de la Gran Armada y se asienta con la creación de la Leyenda Negra, inspirada en escritos de nuestros propios compatriotas (Las Casas, Antonio Pérez, etcétera) y asumida con fatalismo místico en el siglo XIX, culminando en los versos de Gil de Biedma: “De todas las historias de la Historia / sin duda la más triste es la de España / porque termina mal”. Afortunadamente, el éxito de la transición —aunque ahora esté de moda criticarla— vino a desmentir este final infeliz abriendo un periodo de modernidad que transformó nuestra imagen e introdujo en la sociedad una inédita autoconfianza. Han bastado unos años de crisis para volver a la vieja simbología tremendista y gestar una especie de generación del 2008 —heredera del 88 y del 98— que proyecta, de nuevo desde el interior, la imagen de una España trágica.

Si somos los primeros en dañar nuestra reputación refocilándonos en la amargura, podrá ofendernos, pero no extrañarnos, la inclusión de España entre los PIGS o los tintes sombríos de algunos reportajes que los medios extranjeros nos dedican. Encuestas recientes muestran que la imagen de España es mejor fuera que dentro y que nuestra opinión pública está perdiendo confianza en las propias instituciones democráticas: la erosión, en definitiva, está recayendo sobre nuestra autoestima. Si nadie toleraría que se escamotearan las malas noticias, por qué no preguntarse por esta insistencia en lo negativo que oculta o minimiza cualquier atisbo de esperanza. Si sube la prima de riesgo, el ascenso vertiginoso se sigue en directo, si baja, basta con una mención. Y así con cualquier otro dato positivo, que los hay.

Hemos de ver nuestro propio potencial: somos eficaces, solidarios, innovadores y hospitalarios

En este sentido, el paso inmediato a dar consistiría en convencernos de nuestro enorme potencial, recobrando ese estado de certidumbre que Ortega sintetizó cuando dijo: “Las ideas se tienen; en las creencias se está”. De este modo podremos fomentar un proyecto compartido que sepa extraer provecho de nuestras virtudes. Las bases perviven: las empresas españolas se encuentran desarrollando proyectos punteros en todo el mundo (AVE a La Meca, parques eólicos en EEUU, ampliación del Canal de Panamá, proyectos para la NASA…), el sector de la biotecnología —pivote del cambio tecnológico— crece a un ritmo del 20%, España es líder mundial en desalinización y trasplantes de órganos; además somos la segunda potencia turística mundial. Somos eficaces, somos solidarios, somos innovadores y somos hospitalarios. Ni la robustez del tejido empresarial ni el empuje de la sociedad civil se han desplomado y ya se vislumbran las primeras señales de mejoría —saldo positivo de las exportaciones, incremento de la productividad, mejora en la competitividad y vuelta de la inversión extranjera— aunque haya que interpretarlas con cautela.

La crisis nos está enseñando que las claves del triunfo pasan por apostar en el conocimiento y la innovación, abrir las mentes, internacionalizarse y esforzarse al máximo. Las Pymes ya lo hacen y las instituciones del sistema exterior español (Marca España, la Fundación Carolina, el Instituto Cervantes o el ICEX) con el Rey y el presidente del Gobierno a la cabeza, no dejan de fomentarlas. Cuando la crisis quede atrás, Occidente tendrá que demostrar que, frente al estatalismo y las tentaciones populistas, la libertad es un pilar irrebatible en términos éticos y comerciales, impugnando de paso el maleficio de las profecías milenaristas. Será también entonces el momento en el que, si unimos fuerzas y todos nos volcamos, España volverá a expandir globalmente su caudal creativo, su bagaje artístico-cultural, su espontaneidad vital y su pujanza económica, desde el valioso eje atlántico y mediterráneo en el que se ubica.

Jesús Andreu es director de la Fundación Carolina.

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