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Así investiga la ciencia cómo hacernos superlongevos

La medicina busca frenar el envejecimiento y alargar la vida. Una droga que logre aplazar el momento de la muerte, aunque sea en una medida modesta, transformará la sociedad

Javier Sampedro
Peter Yang

¿Cuál es el mayor factor de riesgo para adquirir enfermedades mortales? ¿El tabaco, la radiación ultravioleta del sol, el sedentarismo, forrarse de bollos? Nada de eso: es el envejecimiento. Por esa razón, y porque la esperanza media de vida está aumentando en los países occidentales y en las potencias emergentes, la Organización Mundial de la Salud (OMS) prevé que el número de personas que sufren las enfermedades de la edad —infarto, cáncer y neurodegeneración— se duplique en las próximas dos décadas. ¿Qué ventaja tiene entonces que cada vez vivamos más?

La pregunta encierra una trampa. La esperanza media de vida, en efecto, está aumentando en los países occidentales a una tasa de dos años y medio por década, 25 años por siglo. Pero la principal causa de ello son las mejoras progresivas en el tratamiento del infarto, que sigue siendo el gran matarife de las sociedades desarrolladas. Como ha señalado repetidamente Valentín Fuster, director del Centro Nacional de Investigaciones Cardiovasculares (CNIC), esos métodos son costosos y poco eficaces, porque rara vez devuelven al infartado la calidad de vida que tenía antes. Nuestro principal truco para vivir más no conduce a un futuro sostenible.

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Pero hay otra forma de vivir más, al menos en principio: una que no consiste en prolongar “el ultraje de los años”, como llamó Borges a la vejez, sino en retrasar su llegada. Es decir, en frenar el envejecimiento. Parece como vender un elixir en el desierto —y lo cierto es que nadie sabe cómo hacerlo aún, pese a todo el ruido de papagayos—, pero el asunto es uno de los más serios que aborda ahora mismo la investigación biológica de vanguardia. Es el único enfoque que no solo será capaz de alargar la vida (lifespan), sino también la salud (healthspan). El único futuro sostenible.

Frenar el envejecimiento y alargar la vida, sin embargo, es un objetivo ambicioso. Requiere jugar a Dios, por emplear la frase preferida de los sectores críticos con la genética. Porque una cosa es la esperanza media de vida y otra muy distinta es la vida máxima que es capaz de alcanzar una especie. La primera se puede aumentar con vacunas, antibióticos y el saneamiento de las aguas, sobre todo al salvar la vida de los niños. Pero la segunda es producto de la evolución, y por tanto está inscrita en nuestros genes.

En geología, que un metal se oxide es una simple función de lo expuesto que esté al oxígeno de la atmósfera y a la intemperie. En biología, sin embargo, el envejecimiento no es una mera consecuencia del paso del tiempo. Todos los animales estamos hechos de proteínas, azúcares, grasas y ácidos nucleicos y, pese a ello, las moscas se mueren a las seis semanas, los ratones a los cuatro años, los caracoles a los 15, los delfines a los 30, los leones a los 40, los monos a los 50, los búhos a los 65, los humanos a los 90 —o a los 122, si consideramos el récord mundial— y las tortugas a los 200. Y ojo: una mosca se muere de vieja a las tres semanas, hasta el punto de que se puede utilizar, y se utiliza, como un modelo biológico del alzhéimer humano.

La edad máxima de una especie está grabada en sus genes. Y, por fatalista que suene la palabra gen, esa es precisamente la gran esperanza de los investigadores

Esos simples datos muestran que la edad máxima de una especie está grabada en sus genes. Y, por fatalista que suene la palabra gen, esa es precisamente la gran esperanza de los investigadores: los genes son moléculas químicas, y tanto su actividad como sus efectos pueden modularse con otras moléculas químicas, o candidatos a fármacos. Y casi todas las líneas de investigación convergen en qué tipo de fármacos deberían resultar más prometedores. Las dianas —los procesos biológicos que causan directamente el envejecimiento— son el metabolismo de la nutrición, la actividad de las mitocondrias (las pequeñas factorías energéticas de nuestras células) y la autofagia, un desconcertante proceso por el que nuestras células enfermas se digieren a sí mismas.

La lista de instituciones públicas de investigación, firmas biotecnológicas y fármacos candidatos al ensayo clínico es inabarcable, aunque cabe citar los ejemplos del Buck Institute, en San Francisco (EE UU), que ha conseguido multiplicar por cinco la esperanza de vida de un tipo de lombrices de laboratorio, o el Centro Nacional de Investigaciones Oncológicas (CNIO) en España, que ha duplicado las posibilidades de sobrevivir de unos ratones que envejecían más rápido de lo normal. Otro centro de referencia es el Instituto Max Planck, en Alemania, donde han concluido, entre otras cosas, que los genes de las madres son determinantes para vivir más años. Prolongar la vida se ha convertido también en otra de las ambiciones de Silicon Valley, como demuestra el hecho de que Google haya creado una empresa dedicada a ello (California Life Company).

Todas esas instituciones confluyen en esos pocos procesos biológicos fundamentales. Una característica especialmente chocante de esos procesos es su coincidencia casi exacta con los que, según han concluido otras líneas de investigación independientes, causan el cáncer, los trastornos cardiovasculares y las enfermedades neurodegenerativas como el alzhéimer y el párkinson: las enfermedades de la edad, y las grandes causas de muerte y penalidad planetarias, salvo por los países que todavía no pueden hacer frente a las infecciones.

La élite científica del envejecimiento considera especialmente interesantes tres estrategias para prolongar la salud y la vida: la restricción calórica, el ejercicio y ciertas pequeñas moléculas (candidatos a fármacos) como la espermidina, la metformina, la rapamicina y el resveratrol, el componente saludable del vino tinto. Pero no descorche aún la botella: la cantidad de vino tinto que habría que tomar es incompatible con la vida, y por tanto no puede alargarla. La idea es encontrar o sintetizar compuestos que amplifiquen en varios órdenes de magnitud los efectos longevos del vino y eviten sus venenos. Y lo más probable es que el resultado final no emborrache ni quite las penas. Salvo las asociadas a la vejez.

Líderes eternos

Fidel Castro. El que fuera su médico durante años, Eugenio Selman, fundó el Club de los 120, al que se puede unir cualquier longevo, entre ellos el líder cubano. Sus recetas para vivir más: una actitud positiva y "ética" frente a la vida y no fumar. No fue suficiente para evitar que Castro sufriera graves problemas intestinales en 2006 que Selman no supo diagnosticar. Ya no es su médico, aunque sigue asegurando que Castro, de 88 años, vivirá más de 140 años.

Kim Il Sung. La obsesión por al eternidad del fundador de Corea del Norte, abuelo del actual presidente, le llevó a abrir un centro de investigación para prolongar la vida hasta los 100 años. Además, recibía transfusiones de sangre de veinteañeros que eran alimentados de forma especial. Kim murió a los 82 años, lejos de su objetivo, pero superior a la media del país (64 años).

Las instituciones internacionales y los servicios de estudios de los bancos han saturado la atención del público con sus análisis prospectivos de las consecuencias del envejecimiento de la población, un fenómeno en marcha en todos los países desarrollados debido al aumento de la edad media y al descenso de la natalidad. Los mayores de 65 supondrán cada vez una mayor proporción de la población y votarán a los partidos que les prometan más aumentos de pensiones a costa de los minoritarios jóvenes que todavía tengan trabajo; como los viejos gustan de enfermar, los costes de la sanidad se dispararán al mismo ritmo que los planes privados de ahorro.

Todas esas previsiones están abocadas al fracaso más estrepitoso. Una sola droga que retrase el envejecimiento humano, aunque sea en una medida modesta, bastará para arrojar al contenedor del papel reciclado todos esos estudios. Primero, porque multiplicará por 10 o por 100 el porcentaje de mayores de 65 de cualquier país. Y segundo, y más importante aún, porque esos viejos estarán en condiciones de trabajar, de aprender y de producir: no añadirán costes a la sanidad ni a los seguros, sino que los reducirán de forma drástica. Los carísimos e ineficaces sistemas para tratar el infarto que se llevan ahora la parte del león serán cada vez menos importantes.

Pero eso es el futuro, esa cosa que nunca saben predecir los economistas. Ni los científicos. Por el momento, la única estrategia prometedora para alargar la vida y retrasar las enfermedades de la edad es la restricción calórica: comer un 30% menos de lo que te pide el cuerpo, y con cuidado para que no falte ningún nutriente esencial. Es decir, pasar hambre las 24 horas del día durante todos los días de tu vida. No está demostrado que alargue la vida en humanos —un experimento largo y difícil—, pero funciona en todo bicho viviente desde el gusano hasta el ratón. ¿Está usted dispuesto a someterse a esa tortura?

Si no lo está, recuerde lo que dijo el moralista suizo del siglo XIX Henri-Frédéric Amiel: “Envejecer es la obra maestra de la vida”. O lo que dijo Chesterton: “Voy a envejecer para todo, para el amor, para la mentira, pero nunca envejeceré para el asombro”. Y déjenme completar la cita amputada que ofrecí de Borges al principio: “Convertir el ultraje de los años en una música, un rumor y un símbolo”. Larga vida al lector.

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