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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Europa, cerrado por festivo. Vuelva usted mañana

Compararse con EE UU es una receta segura para la melancolía

Un hombre sostiene un paraguas con la bandera de la UEFoto: reuters_live | Vídeo: FILIP SINGER (EFE)

Me sabe mal aguar la celebración del 60º aniversario del Tratado de Roma, pero lamento comunicar a los lectores fervorosamente federalistas que no va a haber unos Estados Unidos de Europa. En ningún caso. Se pongan como se pongan.

El caso es que ya hay unos Estados Unidos, de América. Y por cierto, a pesar de que lo enunciemos siempre en plural, es “un” Estado, en singular, de naturaleza federal, no muchos Estados soberanos asociados que se pueden marchar de la federación cuando quieran. Recuerden, además, que necesitaron una guerra civil atroz para pasar de la Confederación a la Federación.

Además de un Estado, Estados Unidos es una nación. Y no una cualquiera, sino una bajo Dios (“one nation under God”, como dice el juramento a la bandera). Una nación que se ha otorgado a sí misma una misión divina: la de “ser la luz del mundo”, tal y como lo formuló el pastor puritano John Winthrop antes de desembarcar del Arbella con sus peregrinos en el puerto de Salem en 1630 y fundar la Comunidad de Massachusetts. EE UU es también una democracia, cosa que la UE tampoco es, y de forma más importante aún, una máquina de producir ciudadanos, algo que a la UE también se le da fatal pues para hacerte europeo primero tienes que hacerte francés, alemán o español, lo cual no siempre es fácil, posible o, para algunos, deseable.

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La Unión Europea es, por el contrario, un pacto voluntario entre Estados soberanos que en ningún modo pretenden disolverse ni crear un Estado-nación. Al contrario, el proyecto europeo se alumbró para hacer posible la resurrección de unos Estados-nación devastados por la guerra y el nacionalismo. Por eso, los Estados miembros, celosos de preservar su identidad, han prohibido a la UE que haga políticas de identidad: eso explica que no sea fiesta el 9 de mayo (y miren que hay días festivos absurdos en el calendario), ni juremos la bandera europea ni cantemos el Himno de la alegría. Por si no se han fijado, en los billetes de euro que tienen en el bolsillo no hemos puesto ni a Monnet ni a Adenauer ni a ningún otro padre fundador, sino solo estilos arquitectónicos abstractos. Y en las monedas hemos dejado un anverso común, con un mapa, pero dejado los reversos a los Estados para que allí pongan sus símbolos nacionales (monarcas, águilas, arpas, trirremes, catedrales o personajes como Da Vinci).

Compararse con EE UU es pues una receta segura para la melancolía. Así que dejemos de hacerlo. El proyecto europeo es otra cosa, un “objeto político no identificado”, como señaló agudamente Delors, un experimento novedoso destinado a compartir soberanía para así garantizar la paz, la democracia y los derechos individuales y colectivos. No es poco. Al revés, es un gran éxito. Nadie más lo ha logrado. Y menos pacíficamente. Tampoco por consenso de todos los miembros. Por eso avanzamos lento, basándonos en el experimento y error e intentando no dejar a nadie atrás. Si les preocupa la velocidad, pregunten a Napoleón o a Hitler, ellos sí que lograron unificar el continente en tiempo récord. Pero el método que emplearon, claro, deja que desear. Así que para ser un buen europeísta hay que armarse de paciencia.

Hoy 25 se parecerá a esos atascos que te encuentras en las carreteras secundarias los fines de semana soleados cuando los amigos del club del descapotable de época se ponen el fular al cuello, la chaqueta de cuero y salen a pasear con sus coches. Cierto que van muy despacio y resultan un poco un incordio, pero no hacen daño a nadie, son buena gente y en el fondo están celebrando su día, así que saluden y sonrían al adelantarles. Se lo agradecerán. Luego ya, el lunes, volveremos a la tediosa faena de construir esa cosa rara pero imprescindible que no se parece a nada conocido y llamamos Europa.

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