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MIRADOR
Columna
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La columna

La columna es porosa, diseñada para ser intervenida, criticada y refutada

Hoy me despido por unos meses de esta columna para zambullirme en el proceso final de una novela. Durante 50 semanas he tenido el privilegio de pensar, con libertad y disciplina, sobre los temas que me preocupan, a ratos de buen ánimo, a menudo llena de rabia, urgencia y frustración política, y a veces con la angustia que experimentan los niños cuando se acuerdan, ya tarde un domingo, de que aún deben la tarea del lunes y que su lápiz no tiene punta. Cumplo un año como aprendiz en esta disciplina y, sin embargo, me doy cuenta, nunca he escrito sobre el problema mismo de las columnas.

La columna es un compromiso con un espacio. No con llenar centímetros de papel o de pantalla, sino con usar responsablemente un espacio público. El columnista intenta recoger los malestares generales de la época sin ceder a la presión de opinar lo mismo que la mayoría; sin sucumbir a la tentación vanidosa de recibir aplausos (likes, retuits) a cambio de sus opiniones.

La columna es porosa, diseñada para ser intervenida, criticada, y refutada. La tarea del columnista es perforar superficies y tumbar paredes, para que entren en ráfaga fresca las voces de los demás y siga avanzando la discusión pública, cada vez más matizada, polifónica y compleja.

Cuando un tema da mucho que hablar, lee todo lo que haya que decir.
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La columna es un espejo. Pero no cualquier espejo. Las columnas son como los espejos de los cuartos de hotel que, como decía Joseph Brodsky, se han opacado a fuerza de haber visto tantos rostros: “Lo que reflejan no es tu identidad, sino tu anonimato”.

La columna no es una respuesta; es una pregunta. Es el “trabajo preciso y fatal” de los escritores, escribió Rubén Darío, que inventó (con Martí) la columna moderna en español, poniendo el lenguaje literario al servicio del presente. La columna dariana, dice la siempre acertada Graciela Montaldo, “sacó la escritura de la biblioteca a la calle, la hizo pública”.

La columna se escribe con el mundo a cuestas para, como la piedra de Sísifo, volverse a escribir la semana próxima. La columna es un desvelo muy mal remunerado. Una intervención trivial comparada con la de los verdaderos periodistas. Los segundos arriesgan sus vidas; los primeros, acaso, sus egos. Pero la trivialidad de la intervención del columnista nunca es excusa para una opinión frívola o irresponsable.

La columna es un soporte vertical de una estructura. Y, sea en sentido arquitectónico o metafórico, es sólo eso: un pilar de una futura ruina.

La columna es un órgano que va del sacro al cráneo en ascensión osteofibrocartilaginosa, y que, sobre todo si eres columnista, suele enchuecarse mucho y doler un chingo.

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