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Tribuna
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Rusia: el palo, la zanahoria y la desinformación

El Kremlin pretende debilitar a Europa porque quiere quedarse con Ucrania y otros países de la zona, o al menos mantenerlos como países-clientes

Un hombre pasa delante de un afiche electoral en favor de la candidatura del presidente de Rusia, Vladímir Putin, "¡Un presidente fuerte, una Rusia fuerte!", en Crimea.
Un hombre pasa delante de un afiche electoral en favor de la candidatura del presidente de Rusia, Vladímir Putin, "¡Un presidente fuerte, una Rusia fuerte!", en Crimea. STR (AFP)

Desearía que la Unión Europea pudiera tener una relación fluida y cercana, incluso cordial, con Rusia. Es una gran nación, socialmente compleja, culturalmente riquísima, y es un pueblo muy vivo, a pesar de todo lo que le ha ocurrido a lo largo de los siglos. Pero, por desgracia, hace ya muchos años que el país adoptó un relato a la vez victimista e imperialista elaborado desde el poder. El presidente Vladímir Putin eligió el camino de la confrontación.

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La Guerra Fría había quedado atrás y Moscú debía encontrar nuevas formas de influir para proteger sus intereses. Podemos llamarlo injerencias, noticias falsas, hackeos… todo cabría bajo el paraguas de la desinformación. Como ha explicado la historiadora Mira Milósevich, la desinformación es tradicional en la política rusa desde la época presoviética. Se dirige tanto hacia los propios ciudadanos rusos como hacia los países que Rusia considera de su zona de influencia, y, por supuesto, hacia los que considera sus enemigos. Ahí es donde entramos los europeos.

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Rusia conoce las debilidades de las democracias liberales. Nosotros protegemos la libertad de expresión: preferimos un error o una mentira a una verdad obligatoria. La naturaleza pluralista de nuestro sistema permite cualquier debate, incluso los que cuestionan el propio pluralismo. Al contrario que el Kremlin, nosotros necesitamos un motivo poderosísimo para bloquear una noticia. No digamos ya para cerrar un medio.

La desinformación rusa no pretende tanto que la gente crea algo distinto de la realidad como que renuncie a conocer dicha realidad. Busca abolir las certezas, hacer que las personas dejen de creer que existe la verdad y la mentira, que se abandonen a la cómoda tierra de nadie del “todos mienten”, que dejen de confiar en las fuentes tradicionalmente fiables. Yo no creo que el relativismo, la supuesta debilidad del concepto de “verdad” en Occidente, ayude a que funcionen mejor las técnicas de desinformación. Creo más bien que las noticias falsas dan un asidero a los prejuicios de quien no quiere reconocer que se equivoca. Son el mosquetón cognitivo para enganchar y encontrar acomodo a las creencias propias que serían difícilmente defendibles desde un honesto esfuerzo de escalada racional. Al fin y al cabo, el sectarismo es algo absolutamente universal. Y funciona.

Yo querría marcar en rojo la razón por la que creo que deberíamos protegernos y actuar contra la desinformación rusa: porque está sobradamente acreditado que nos encontramos ante una estrategia cuyo objetivo es debilitar a los países occidentales. Rusia pretende debilitar a Europa porque quiere quedarse con Ucrania y otros países de la zona, o al menos mantenerlos como países-clientes. Como la Unión Europea es la alternativa para estos países, somos el enemigo para Rusia, que busca en consecuencia limitar nuestra capacidad política a base de crearnos crisis internas. Mientras tanto, movilizan tropas contra los disidentes y ofrecen prebendas a los aliados. Una nueva modalidad de acción exterior que podría describirse como “el palo, la zanahoria y la desinformación”.

Hasta ahora, la injerencia rusa consta en las elecciones que llevaron a Donald Trump a la Casa Blanca, en el referéndum del Brexit, en procesos electorales europeos como el de Francia y en el llamado procés —el intento de golpe de Estado en Cataluña—. Marine Le Pen no ganó, tal vez Trump y el Brexit habrían ganado igual sin la ayuda exterior, y en Cataluña el asunto sigue sin resolverse. Pero, en todo caso, lo que no podemos admitir es que una potencia trate de imponernos su agenda a través de la desinformación. El que quiera defender el próximo proyecto xenófobo en Occidente, que lo haga en igualdad de condiciones respecto a los demás. No permitamos que nuestros procesos democráticos se mezclen con las nuevas formas de guerra incruenta.

La cuestión de cómo combatir la desinformación es mucho más complicada. En mi opinión, sería un error verlo como un problema relacionado con el debate público. Es un asunto de seguridad, y debe implicar a los organismos que la gestionan. En el ámbito de la UE, la competencia recae en el Servicio Europeo de Acción Exterior, y encuentro natural que todo el trabajo se coordine con la OTAN. En el plano nacional, el presidente Macron ha asumido el liderazgo una vez más, lo que es de agradecer, pero él sabe que esta batalla es europea, e incluso atlántica.

No se me escapa que, aunque lo tratemos como un problema de seguridad, el asunto acabará afectando a los términos del debate público, algo muy delicado y especialmente endiablado en la época de las redes sociales. Putin parece ver nuestras libertades civiles como una debilidad, pero se equivoca: es nuestra fortaleza. Por eso tenemos reglas. Se trata de revisarlas para asegurarnos de que no se nos cuela como libre expresión lo que es un intento de debilitarnos. Y también necesitamos recursos: hemos de conocer los planes de los manipuladores para poder evitarlos. La inteligencia común europea es más urgente que nunca.

Un último apunte, muy personal: creo sinceramente que deberíamos revisar la imagen que tenemos de nosotros mismos. Sí, las democracias liberales tienen puntos débiles, fallan a los ciudadanos en cuestiones importantes, no tienen todas las respuestas. Pero también han logrado grandes éxitos, siguen siendo los sistemas capaces de ofrecer más prosperidad y libertad y demuestran una capacidad de adaptación tal vez lenta pero inexorable.

Quizá deberíamos preguntarnos si lo que nos hace falta para luchar contra las noticias falsas no es precisamente expandir noticias verdaderas, luminosas, que cuenten con determinación lo positivo de vivir en un país europeo del siglo XXI, los logros del libre comercio, o que hoy muchos enfrentamientos entre países se dirimen antes en Facebook que en escenarios bélicos. Mostrar las fortalezas de la democracia liberal, con autocrítica pero sin complejos. Al fin y al cabo, ¿qué pueden ofrecer a cambio los Estados autoritarios o las que Zakaria llama "democracias iliberales"? En el mejor de los casos, prosperidad sin libertad, como China. En el de Rusia, apenas una estéril nostalgia imperial.

Beatriz Becerra Basterrechea es vicepresidenta de la Subcomisión de Derechos Humanos del Parlamento Europeo y eurodiputada del grupo ALDE.

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