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EL ACENTO
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La revolución sin revolución del papa Francisco

El primer lustro del pontificado, populista y popular, cambia la forma sin alterar el fondo

El papa Francisco ofrece su audiencia general de los miércoles en la Plaza de San Pedro, en el Vaticano, el pasado 14 de marzo.
El papa Francisco ofrece su audiencia general de los miércoles en la Plaza de San Pedro, en el Vaticano, el pasado 14 de marzo. ANGELO CARCONI (EFE)

No existen fenómenos menos revolucionarios que las revoluciones. Acostumbran a malograse en su combustión retórica, la realidad las destempla. Y su alcance se restringe al formalismo o a la superficie. Lo demuestra el mito del Mayo del 68. Debajo de los adoquines descubrieron los estudiantes que había alquitrán. Y se resignaron a la conquista de un cambio de maneras en la sociedad. Se acortaban las distancias y se edulcoraban los tratamientos verticales. Se podía tutear al pater familias. Se cuestionaba el principio dogmático, vertebral, de la jerarquía, exactamente como le sucede al papa Francisco en la revolución epidérmica que representa su pontificado populista y "papulista" en el umbral de sus primeros cinco años.

Ha decidido Bergoglio hacerse humano y vulnerable, empatizar con la sociedad, como dicen los cursis, despojarse del boato y de las connotaciones sobrenaturales. El Papa se acerca a la tierra tanto como nos aleja del cielo, desdibuja la sugestión metafísica que osaron los artistas barrocos en la Contrarreforma. Y decide trivializarse con la demagogia que implica acudir a una tienda de barrio para comprarse unas gafas económicas. Francisco se jacta de oler a oveja y presume de su oficio de cura arrabalero, pero decepciona que tantas dudas a la teocracia no se hayan prolongado en una verdadera transformación de la Iglesia, más allá de la simpatía que le profesan los ateos y los descreídos, regocijados los unos y los otros en un antipapa canchero y hasta “pop”.

Y discrepa uno de la devoción universal e incondicional que la sociedad ha concedido a Francisco, fundamentalmente porque su revolución no ha sobrepasado el territorio de la apariencia o de la intención pedagógica. Francisco es un activista, un papa político, un ecologista, un cualificado telepredicador. Se ha colocado, de oficio, con los pobres. Ha lavado los pies de los presos y ha rehabilitado la teología de la liberación, hasta el extremo de que un reportaje bastante elaborado de la BBC se preguntaba si Jorge Mario Bergoglio era acaso un pontífice comunista.

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Tendrían más sentido las dudas si no fuera por su intransigencia doctrinal. Francisco considera el aborto un crimen abominable, juzga el matrimonio homosexual como una tragedia para la humanidad y, como regla general, prohíbe a los divorciados el sacramento de la comunión. Eran las posiciones de Ratzinger en su ortodoxia, pero Francisco ha logrado sustraerse al escrutinio del contenido.

Nos gusta el cantante más que la canción. Y no prestamos atención a la letra. Si lo hiciéramos, tendríamos bastante claro que el pontificado de Francisco se resiente de sus inequívocas frustraciones. La mujer permanece discriminada. La red financiera permanece cobijada en el hermetismo. La pederastia se ha perseguido con menos ahínco del esperado, como ha podido probarse en el frustrante viaje pastoral de Chile. Y la Santa Sede rechazó el embajador francés al “descubrirse” que era homosexual, de tal forma que Francisco cumple un lustro de extraordinaria popularidad sin haberse emprendido las proezas con que fue entronizado.

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