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Tribuna
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Guerra en todas partes (Mataje, Ecuador)

Las noticias de la semana han probado que la guerra con las FARC se acabó para que se viera la guerra

Ricardo Silva Romero

Usted creía que aquella guerra había terminado –y sí: ya no existen las FARC–, pero esta semana el excomandante guerrillero Jesús Santrich fue capturado por presunto tráfico de drogas, a petición de la DEA, en un viejo barrio de Bogotá; ocho policías que acompañaban a un par de funcionarios de la Unidad de Restitución de Tierras fueron asesinados en el municipio de San Pedro de Urabá, y los tres periodistas del diario El Comercio que fueron secuestrados en la parroquia de Mataje, en la provincia ecuatoriana de Esmeraldas, fueron ejecutados –luego de que sus tres familias fueran torturadas con pruebas de supervivencia– por una disidencia de las FARC que despreció el acuerdo de paz. Los mataron por estar haciendo su trabajo: por contar la historia de una región asolada por las sádicas bandas de los narcos.

Usted creía que aquella guerra había terminado. Que había llegado el fin de ese Estado que, si acaso se aparece en las regiones de Colombia ignoradas por Colombia, sólo sabe hablar la lengua de la fuerza pública. Pero, como dándoles la razón a quienes creen que lo único que cambia en la Historia son las puestas en escena, las noticias de la semana han probado que la guerra con las FARC se acabó para que se viera la guerra: esta semana ha sido clara nuestra pesadilla –la violencia como ley en la disputa por la tierra, la intimidación de las familias que nacieron al pie del negocio, la industria sanguinaria de la droga, las bandas de exguerrilleros y exparamilitares, la DEA– no sólo porque luego del acuerdo de paz no es fácil para los criminales disfrazarse de rebeldes, sino porque la guerra de fondo es la rentable guerra de la prohibición.

Hace unos días en Twitter, que entrar allí es recorrer el pasillo de un frenocomio, un enceguecido –no me pregunte por qué: ni él lo sabe– hacía responsable del crimen de los tres periodistas a quienes apoyamos el acuerdo de paz. Ningún partidario del pacto con las FARC le respondió porque si uno aceptara esa culpa entonces también tendría que llevarse el crédito por los 7.000 combatientes que entregaron los 9.000 fusiles a la ONU, por los 188 municipios libres de minas antipersonal, por la reducción del 97% en la cifra de soldados heridos en el conflicto. Quizás habría sido justo responderle lo que estoy diciendo: que luego del acuerdo sólo los locos gritan “¡hay que acabar con las FARC!”, porque ya fue, y es imposible no ver esta omnipresente guerra de las drogas, de las canteras, de las tierras.

Fue esta guerra la que siguió cuando los paramilitares desmovilizados dejaron libres sus zonas a los clanes de la droga que aún matan al que pase por ahí. Fue esta guerra el monstruo que mandó a la líder Doris Valenzuela, que en 2014 denunció las llamadas “casas de pique” en Buenaventura, a morir la semana pasada acuchillada por su pareja en una calle de Murcia, España. Esta guerra es lo que enrarece la campaña presidencial, claro, pues la derecha uribista celebra los reveses de la implementación de los acuerdos como si quisiera que Colombia siguiera siendo esta nación acorralada por terratenientes despiadados y atrapada en una lógica montada por los gringos. Esta guerra es el clima que sigue permitiendo a esos corruptos que, como si no bastara y según se descubrió en estos días, han estado tratando de robarse la plata para la paz.

El acuerdo con las FARC, que durante medio siglo fue imposible, no trajo ni exacerbó esta guerra por la espalda. Puede lograr, eso sí, que ninguna causa le sirva de excusa a ninguna violencia, ningún crimen pueda considerarse fuente de financiación de ninguna ideología y ningún asesinato político consiga ser reducido a “gajes del oficio”. Yo lo sigo celebrando como un giro inesperado.

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