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La cervecería perdida

Estoy fuera de la ciudad cuando me llega la noticia de que ha muerto Constante Gil (Taragoña, La Coruña, 1926), pintor y creador del agua de Valencia en la antigua cervecería Madrid. Y la tristeza por su desaparición se confunde con una vaga melancolía. La cerve fue el auténtico café de la juventud perdida para muchas generaciones de valencianos. También para la mía.

Constante y su hermano José Luis hicieron del Madrid, un verdadero café, lugar de debate, espacio de quimeras y territorio de seducción. Nunca olvidaré la primera noche que entré en la sala llena de cuadros, ni el tacto de la madera de la barra mil veces lustrada por la bayeta húmeda. El humo se elevaba hacia una pequeña estancia con dos ventanas a modo de palco sobre el café. Tino, el hijo de Constante, todavía era un crío y su padre aún no había ampliado el altillo para que tocara jazz al piano. Eso vino más tarde.

En la cerve de mi juventud perdida no había música. No había más sonido que el de la conversación y si ésta no subía de tono, el tintineo de la cucharilla de José Luis agitando la jarra de agua de Valencia. Un brebaje que, francamente, a mí nunca me entusiasmó. Lo cual no tenía la más mínima importancia, porque el elemento más sustancial de aquel espacio no era líquido, porque era la materia de la que estaban hechos los sueños: la palabra. Y la palabra eran personas: Susi Sevas, Julito y Uiso Alemany; Tomás March, Salomé, el Persa, Castillo, Peiró Roggen y el Conde; Josemi Arnal, José Luis Falcó y Ferran Cremades; Ana, Gomito, Salva Llácer y Marcuset; Enric, Gemma, Gloria y Merceditas; Pedro Benavides, Pepe Rodrigo y el Morenet; Paca Conesa, Mari Carmen, Aurorita, el Tete y el Pipa... pero sobre todo estaban Vicente Fuenmayor, Manolo y el sereno. Vicente Fuenmayor es un pintor reconocido al que Constante retrató muchas veces. Manolo era un señor mayor, con sitio fijo en la barra, que sólo bebía cerveza, que vestía de beige y a quien llamábamos el jodido porque siempre estaba muy serio. El sereno siempre venía al momento del cierre y junto a Manolo y Vicente Fuenmayor, fue el personaje más repetido de los cuadros de Constante, escenas del café que recogían el ambiente de las tertulias. En muchos de ellos, a modo de lo que luego supe que era el gabinete de un coleccionista, aparecían de fondo, repitiéndose, otros cuadros del café.

Con el cambio de siglo la cervecería Madrid se esfumó. En el mismo lugar hay un local que lleva su nombre, pero que nada tiene que ver con él. Los cuadros, el artesonado, las viejas paredes y dos murales de Uiso Alemany desaparecieron para ser sustituidos por una decoración de falso antiguo. La pátina del tiempo fue borrada por la ignorancia provinciana de los especuladores. Una práctica muy acusada en Valencia, pero no solamente local. La estupidez humana no conoce fronteras. En el café de la juventud perdida, la última obra de Patrick Modiano, el escritor parisino nos habla de un café ya desaparecido Le Condé. En su lugar, a un par de pasos del Odeon, han puesto una tienda de bolsos de lujo de las que tanto abundan en este Saint-Germain-des-Prés (à porter) en que se ha convertido el viejo barrio de Boris Vian.

A mitad del camino de la verdadera vida, estamos rodeados de una oscura melancolía, que se expresa con palabras burlonas y tristes, en el café de la juventud perdida. Lo dice Guy Debord, el padre de la filosofía situacionista del 68, en una cita con la que Modiano abre su última obra. Constante Gil se ha ido y yo he vuelto a la vieja cervecería Madrid, a un tiempo en que la juventud era más fuerte que todo y todo era posible.

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