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Necrológica:IN MEMÓRIAM
Perfil
Texto con interpretación sobre una persona, que incluye declaraciones

La raíz de todas las cosas

Tuve la suerte de poder hacer Académica de Honor a la grandísima María Isbert durante mi tiempo en la Academia de Cine.

Fue un acto hermoso, multitudinario en el que recordé el respeto que en los equipos de rodaje se tiene a los actores. Todos sabemos que su trabajo tiene algo de sagrado y como tal guardamos una cierta distancia, como se hace con los sacerdotes o aquellos, en general, que median entre los mortales y los dioses. Entre los profesionales de la cultura, todos sabemos que los actores no son como los demás. Hacen un trabajo expuesto, que se realiza con el cuerpo y con la voz, los lugares donde radican la emoción y la vulnerabilidad, los lugares donde sólo hay sitio para la verdad y todo fingimiento es evidente. El actor, la actriz no tienen dónde esconderse. Son los colores de la paleta con la que el director pinta su cuadro y como tales los respetamos y le estamos agradecidos.

Es muy importante reconocer y prestar atención a quienes nos precedieron
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Pero es especialmente sagrado ese oficio de cómico cuando se transmite de generación en generación, cuando esa consideración y curiosidad por las vidas de los otros se han transmitido de padre a hija y de esta a su vez a sus hijos. Con frecuencia admiramos y premiamos a jóvenes actrices y actores que destacan en personajes protagonistas. Y está muy bien reconocer en el trabajo bien hecho el brillo de la actualidad, pero también es muy importante, seguramente más, prestar atención a quienes nos precedieron. Ayer perdimos a una de aquellos que podrían considerarse raíz de todas las cosas, lugar esencial del que procedemos todos los que hacemos cine hoy en día, un lugar al que nos gusta volver porque es el hogar y de él somos deudores.

La saga de los Isbert nos enlaza con el origen del cine en nuestro país, las películas silentes que hoy duermen en las filmotecas y en las que el inigualable y preciso Don José Isbert inauguraba en los albores del siglo XX un porvenir largo y hermoso y nos traería, con humildad y pasos firmes, hasta este día de 2011, en plena era digital.

Somos deudores del apellido Isbert como somos deudores de la larga y variada, admirable y envidiable filmografía de doña María Isbert, maestra en el muy sano ejercicio de ponerse en la piel del otro, fuera semejante, amigo o enemigo, un extraño siempre. Un ejercicio, por cierto, que yo convertiría en obligatorio en todas las escuelas como método de aprendizaje infalible y acelerado de civismo y convivencia.

Para eso sirve el uso de la fantasía y el arte, para la resolución de conflictos públicos y privados de la manera más pacífica y constructiva. Y en ese ejercicio de tolerancia y democracia que es conocer al otro, ponerse en los zapatos del otro, imaginar la vida tal y como se ve desde su ventana aunque nuestras ideas sean distintas, en ese ejercicio son nuestros maestros, nuestros guías los actores mayores, los que aprendieron y ejercieron en tiempos mucho más difíciles y duros que los de ahora sin quejarse jamás.

Fue emocionante para mí aquella mañana en la Academia hace ya unos años, poder reconocer ese rol mágico y luminoso, desprendido y tantas veces arriesgado de María Isbert, que tantas veces se había colocado sin dudar en primera línea de fuego, del fuego de la imaginación y del fuego de la mirada del público. Es alguna forma de consuelo poder reconocer hoy otra vez en estas pocas líneas, el maravilloso y muy peculiar, personal, inconfundible trabajo de una de las mejores de nosotros, Maria Isbert.

Gracias María, por tu trabajo, por enseñarnos a ser más cívicos, más respetuosos, más democráticos en tiempos que no lo eran, mostrándonos tantas caras de tantos seres humanos distintos en tu larguísima carrera.

Ángeles González-Sinde es ministra de Cultura.

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