_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Aquellos años

David Trueba

No soy de los que piensan que vivimos una edad de oro de la televisión. Ni siquiera de las series de televisión. Momentos estelares de nuestra infancia nos regalaron Los Muppets, Enredo, Juncal o Lou Grant. A ratos, con las series uno tiene la sensación de que una sola temporada bastaría para exprimirlas hasta el tuétano. Pero el televidente es un animal de costumbres y lo que le gusta es generar un salón de casa donde todo está en su sitio, incluidas las series y programas favoritos.

De tanto en tanto, los valores de alguna emisión son tan fecundos que la repetición de esquemas se esfuma ante la brillantez de la propuesta. Pasa con Mad Men. Basta el capítulo de arranque de la cuarta temporada para entender por qué es la serie más en forma que nos llega de Estados Unidos. La primera frase fue sintomática: "¿Quién es Don Draper?". El protagonista era incapaz de responder al periodista que le formulaba la pregunta.

Algo así les pasa a los fieles, desmenuzan la serie sin conocer del todo a su personaje principal, al que se sigue sin pistas evidentes ni tan siquiera la habitual y cansina música para recalcar la atmósfera, que no irrumpió hasta el minuto 30 del episodio en una leve ráfaga.

La serie entreteje con estilo la sociología de época. Vemos una América que despierta de la mojigatería de la caza de brujas a la abierta insatisfacción sexual y social. Los diálogos son brillantes sin exhibicionismo y por debajo destila una construcción literaria que bebe, y beber es el verbo, de la generación norteamericana que mejor retrató la soledad y la crisis de una sociedad de éxito. Desde Rona Jaffe a Richard Yates o John Cheever, hay un poso literario en el alma de la serie de Matthew Weiner. Hay algo del personaje de Conejo sobre el que John Updike levantó su mejor ficción. Un Updike, que con 19 años, anunciaba en una carta a sus padres en 1951 una meta: "Por más que fracase en mis obras, me gustaría que quedaran como un manifiesto del amor por el tiempo en que me ha tocado vivir".

Pues de aquella fuente, beben, y vuelven a beber, los que retratan aquellos años.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_