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Adiós a Francisco Huet

Un cáncer maldito nos ha arrebatado a un magistrado ejemplar, a un amigo entrañable, a un demócrata inolvidable.Lo conocí en Barcelona, ciudad a la que llegó tras ascender a magistrado, hace 25 años. Despachando los asuntos de su juzgado descubrí pronto en él a un magistrado de una gran humanidad, a un jurista de fina sensibilidad, a un amigo que con el transcurso del tiempo ejercería sobre mí una gran influencia. Fue como un imán que me atraía por su personalidad, haciendo el destino posible que siguiera trabajando a su lado durante muchos años. Tras Barcelona, en un juzgado de Madrid, primero; después, en el Ministerio de Justicia, y por último, en el Consejo General del Poder Judicial. Fue un gran maestro en todos los órdenes, de una inteligencia poco común.

Desde muy joven reveló ya su forma de pensar. En el colegio donde estudió el bachillerato, en su Málaga natal y en una España de posguerra bajo la influencia de la euforia nazi, él se proclamaba ante sus profesores y compañeros partidario de los aliados, lo que le proporcionó no pocos disgustos. Se incorporó a la inolvidable Justicia Democrática convencido plenamente de que sólo en un Estado de derecho alcanzaría la justicia su verdadera dimensión y desplegó dentro de ella una gran actividad.

Si destacó siempre como un gran juez civil, verlo actuar en el juzgado de guardia cuando la policía llevaba a su presencia, durante los tiempos difíciles de la dictadura, a detenidos políticos reconfortaba plenamente. Su trato correcto y exquisito y su buen criterio en las decisiones -aunque no pudiera adoptar la última- hacían que los detenidos y sus abogados respiraran tranquilos cuando sabían que de guardia estaba el juez Francisco Huet.

Desde la Dirección General de Relaciones con la Administración de Justicia realizó una brillante labor, volcándose en la preparación de la Ley Orgánica del Poder Judicial. No pocas veces, tras vivir jornadas de tensión en Instituciones Penitenciarias, me refugiaba en su despacho a última hora de la tarde. Siempre tranquilo y sereno, charlar con él sobre los más variados temas que nada tenían que ver con las prisiones me relajaba profundamente.

Años después, desde el órgano de gobierno de jueces y magistrados, su voz era escuchada con respeto profundo. No era persona de largos parlamentos -como no eran extensas sus sentencias-, pero sus puntos de vista convencían casi siempre.

Sencillo, culto, brillante e inteligente, ha emprendido el viaje del que nunca regresará. No disfrutaremos más de su conversación amena, ni de sus enseñanzas, ni de su elegancia ante la vida, ni de su forma de ser y saber estar. Pero nos queda su ejemplo, lo que no es poco. Adiós, Paco. Adiós, amigo.

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