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Ducha escocesa JOAN B. CULLA I CLARÀ

El panorama político-partidista catalán, y en particular su hemisferio izquierdo, ofrece en el actual momento a la vez post y preelectoral distintos síntomas e indicios que, desde una perspectiva nacional -no necesariamente nacionalista-, cabe calificar sin duda de prometedores.Me refiero, por ejemplo, al reciente acuerdo de la Federació Catalana de Municipis de congelar sus relaciones con la Federación Española de Municipios y Provincias mientras ésta no adquiera una estructura de carácter "federalizante". Al mismo tiempo, los representantes de Iniciativa-Verds en la federación proponían fusionarse con la Associació Catalana de Municipis y poner fin, de este modo, al absurdo divorcio del movimiento municipalista en Cataluña.

Me refiero, asimismo, a los últimos posicionamientos públicos de Pasqual Maragall, y sobre todo al contenido de la entrevista que publicaba La Vanguardia el pasado domingo. Aunque hubiera de pagar el obligado peaje al sectarismo partidista y se deslizase, a veces, por el tobogán de lo nebuloso, que el líder parlamentario de los socialistas catalanes y special guest star de la inminente campaña de los socialistas españoles hable de "los cambios que España necesita para adecuarse a su realidad de Estado plurinacional", que propugne la "modificacióno o reinterpretación de la Constitución y del Estatut" y afirme creer "que el PSOE se ha dado cuenta de que tiene que coger la bandera de la devolución del poder a la sociedad y a los distintos pueblos de España, y que no debe enrocarse en la bandera de la unidad y el estatismo...", todo ello no me parece nada baladí.

Por último, conceptúo también de positivo, con todas sus fragilidades, el trabajoso intento de coalición senatorial bautizado como Entesa Catalana de Progrés. Justamente, las tensiones y los recelos que ha suscitado entre los mismos socios son la mejor prueba de que no se trata de algo intrascendente, de que el pacto rompe tabúes en ambos campos y, de realizarse, quebraría un principio unitarista mantenido férreamente desde 1982: el que agrupaba a todos los electos socialistas en un solo grupo parlamentario en el Congreso y otro en el Senado.

Ahora bien, la situación que trato de describir no lo sería verazmente si sólo recogiese estos rasgos, agradables para una sensibilidad nacional catalana. También aquí, como en las duchas escocesas, los chorros de agua caliente alternan con los de agua helada; en este caso, con la gélida rigidez intelectual y política de ciertos dirigentes del PSOE, atrincherados en un jacobinismo defensivo y ochocentista. Así, hemos visto al alcalde de A Coruña -para él, La Coruña-, Francisco Vázquez, arremeter con palabras gruesas contra la Federació Catalana de Municipis y contra su correligionario, el primer edil de Lleida, Antoni Siurana, por haber formulado las demandas federalistas antes citadas. Y hemos escuchado, en declaraciones radiofónicas del pasado fin de semana, al presidente castellano-manchego, José Bono, minimizar la entesa de izquierdas al Senado, presentándola como un mero ejemplo de la "fuerza de atracción" de los socialistas catalanes; por fortuna, durante su posterior visita a Barcelona, un Bono debidamente aleccionado se confesó ferviente federalista-maragallista. Ojalá le dure.

No obstante, es alrededor del pacto senatorial PSC-Iniciativa-Esquerra donde las espitas del agua fría se han mostrado más activas, y alimentadas no sólo desde el PSOE, sino también desde determinados sectores del socialismo catalán. En efecto, mientras éstos ponían en circulación, pensando en la candidatura por Barcelona, el nombre de algún independiente que no podía ser interpretado más que como una provocación hacia ERC y un sabotaje a la línea Maragall-Serra, el secretario de política autonómica del PSOE, Ramón Jáuregui, preconizaba para esa misma lista a Jordi Solé Tura con el objetivo explícito de "amortiguar y moderar las expresiones de nacionalismo radical" de Esquerra Republicana. El sutil Jáuregui olvidó precisar si, para ejercer mejor sus funciones amortiguadoras, Solé Tura debería comparecer en los mítines enarbolando su viejo y polémico libro Catalanisme i revolució burgesa (1967), o bien bastaría con que exhibiese una fotocopia ampliada de la entrevista que concedió, siendo ministro de Cultura, bajo el titular En realidad, el nacionalismo catalán no ha existido nunca (EL PAÍS, 13 de enero de 1992).

Last, but not least, ha reaparecido Pepe Borrell. Pero no sólo Borrell el deseado por los capitanes, los sargentos y los cabos, el que deshoja parsimoniosamente la margarita ("me presento..., no me presento"...), el que se hace de rogar hasta el último minuto. Está aquí, además, el Borrell que utiliza todo ese ascendiente para imponer la revisión a la baja de las tesis federalistas del PSC, para recortar o suprimir las propuestas más audaces que Maragall había logrado insuflar en el manifiesto programa de su partido: la federalización de la justicia y de la Agencia Tributaria, dar rango ministerial a la pluriculturalidad del Estado y formalizar la presencia de Cataluña en las instituciones de la Unión Europea.

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¿Qué sucederá? Tal vez -es un temor, no un deseo- al publicarse estas líneas la Entesa Catalana de Progrés haya perecido ya, víctima del fundamentalismo estatalista; y seguramente Borrell se saldrá, en mayor o menor medida, con la suya. De cualquier modo, el PSC debería resolver algún día con cuál de sus dos almas se queda, con la soberana o la sufragánea, con la federalista o la jacobino-irredenta. Porque la idea de que la esquizofrenia suma pudiera revelarse falsa, además de sintomática de una grave inmadurez.

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