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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Una puerta inquieta

Todos o casi todos los barceloneses conocen la puerta gótica que realza la entrada de Sant Adrià desde mediados los años noventa, presidiendo una rotonda, sobre un parterre de césped intensamente verde, como la ruina de un templo medieval que hubiese sobrevivido a una catástrofe; la conocen muy bien, pues durante décadas cada vez que entraban en Barcelona por la autopista de la costa les llamaba fugazmente la atención verla entre las pistas de una autoescuela, en medio de huertos de fortuna y descampados, entre los dos ramales de la A-19, en los terrenos de una finca conocida como Cal Tondo. Un buen día desapareció de allí pero nadie la echó en falta pues unos estábamos muy atareados intentando entrar en la ciudad, y los otros igualmente atareados procurando salir, y en la mente de todos, en alguna recámara del subconsciente con el pavimento asfaltado y donde suena el rumor monótono del tráfico, seguía proyectada la silueta elegante de su arco ojival como si aún respondiese a una realidad física.

Ahora, restaurada y alzada sobre una rotonda a orillas del Besòs, con unas cuantas palmeras y el panorama de construcciones de ladrillo a modo de telón de fondo, entre el flujo incesante del tráfico de la N II y el acceso a la ronda del Litoral, cumple más que decorosamente las funciones de símbolo o hito del pueblo. Está reproducida en el blasón del tapiz en la sala de plenos del Ayuntamiento, en los trofeos consistoriales y en los pasteles de la fiesta mayor, el 8 de septiembre. Esa puerta proporciona a Sant Adrià una estampa de realidad, de solidez secular, aunque, claro está, afectada de sospechas de trampantojo, de fantasmagoría posmoderna, sobre todo por la noche, cuando la iluminan los focos ornamentales.

Este emplazamiento es el tercero de su historia. Desde finales del siglo XIII o principios del XIV la puerta de piedra estuvo en la calle del Carmen, en el casco antiguo de Barcelona, dando entrada a la iglesia del convento de los carmelitas calzados. La noche del 25 de julio de 1835, en vísperas de la desamortización de Mendizábal por la que muchos bienes que eran propiedad de la Iglesia y de las diversas órdenes religiosas fueron subastados y pasaron a manos de particulares, se celebró en la plaza de toros de la Barceloneta, llamada El Torín, una corrida de toros francamente deplorable; el público se sintió estafado y furioso, y así lo hizo saber al orbe. Los despojos de un toro fueron arrastrados por toda la ciudad, y luego se incendiaron algunas iglesias. Cuando se rememora aquel episodio de la historia se suelen reproducir estos versos de la época: "La nit de Sant Jaume de l'any trenta-cinc / va haver-hi gran bronca dintre del Torín. / Van sortir sis toros, tots van ser dolents: / això fou la causa de cremar els convents".

Entre los conventos saqueados e incendiados estaba el del Carmen, cuyos restos, al cabo de unas décadas, fueron vendidos a diferentes señores. Entre éstos, un tal Juli Parellada se alzó con la puerta de la iglesia, la desmontó piedra a piedra y la trasladó a la finca que poseía en el término de Sant Adrià, donde tenía el proyecto de levantar a partir de ella un nuevo templo, en ofrenda de gratitud a la Divinidad por haber salido ileso de un duelo con pistola a orillas del Besòs. Pero el hombre murió antes de realizar su proyecto y la puerta permaneció allí durante 117 años.

No faltan en otros lugares del globo fenómenos de desplazamiento semejantes. Recuérdense, por ejemplo, los espléndidos jardines de la Quinta da Palmeira, en Funchal (Madeira), donde se conserva entre los árboles robustos, espesos matorrales y flores del trópico, una ventana con el arco y el alféizar labrados con las filigranas propias del estilo manuelino, a la que se asomaba, durante la temporada en que vivió en Madeira y se casó con una señorita de allí, Cristóbal Colón, el descubridor de América...

Y las grandes campanas rotas de la catedral de Lübeck, que permanecen allí donde se desplomaron, en un rincón del templo, gigantesco estropicio a modo de silente memorial de los bombardeos de la RAF que demolieron el campanario y parte de la ciudad en 1943, antes de seguir su ruta apocalíptica hacia las ciudades alemanas del interior...

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Y la iglesia del Carmo en Lisboa, cuya reconstrucción después del terremoto de 1755 se interrumpió una vez tendidos los arcos ojivales transversales que debían sostener el tejado, y a día de hoy permanece sin techo y mostrando ese costillar de bestia antediluviana, apariencia dramática que ha hecho su fortuna entre los turistas; más dramático parecería, desde luego, si nevase de vez en cuando en Lisboa, y nevase dentro de la iglesia durante la celebración de un culto nocturno, como en aquella escena wagneriana de la obra maestra de Lars von Trier, Europa...

Pero entre las escenografías dislocadas, mi preferida y la más ambiciosa está, naturalmente, en Estados Unidos; yo sólo la he visto en libro, en Delirio de Nueva York, de Rem Koolhaas: el puente de Londres que fue desmantelado piedra a piedra en 1968, trasladado a Lake Avasu (Arizona) y reconstruido exactamente como era, sobre un lago artificial, y acompañado de otros elementos de la vida londinense, entre los cuales destacan los autobuses de dos pisos, las cabinas telefónicas rojas y el pueblecito inglés con sus encantadoras casitas estilo Tudor: un triunfo de la pericia de los ingenieros y de la determinación de unos constructores ingleses y norteamericanos, que "de paso resolvió la escasez de realidad en Lake Havasu".

Parientes cercanos de la puerta móvil de Sant Adrià, prez adventicia, como al fin y al cabo lo son todas. O casi.

museosecreto@hotmail.com

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