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LAS VENTAS

Juan Cuéllar, por la puerta grande

Qué alegría, qué caras de satisfacción había en Las Ventas cuando los costaleros, varias docenas de vecinos de Colmenar de Oreja, chiquillos en tropel y un exaltado espectador que daba brincos, sacaban a Juan Cuéllar a hombros por la puerta grande. El más satisfecho, claro, era el propio Juan Cuéllar, que iba radiante, agitando los brazos como si estuviera dirigiendo Parsifal, aunque en vez de batuta llevaba en la mano una oreja peluda. Pero los demás satisfechos eran miles, pues la plaza se llenó de una afición expectante e ilusionada, a la que habían convocado, por partes iguales, sus ganas tremendas de ver toros, la primavera recién venida, el abono preferencial. No es usual tanta satisfacción ni tanta alegría cuando un torero sale a hombros por la puerta grande. A veces ocurre que los propios aficionados protestan ese refrendo triunfal. Mas en la ocasión presente, todo eran aplausos y parabienes, porque el triunfador, venido al mundo de los vivos en la población madrileña de Colmenar de Oreja, y al mundo de los vivos y además toreros en la propia plaza de Las Ventas, había alcanzado ese triunfo con total merecimiento.

Aguirre / Ruiz Miguel, El Soro, Cuéllar Cinco toros de Dolores Aguirre, en general bien presentados y encastados, con genio y fuertes los tres primeros, inválidos los restantes

5º, segundo sobrero del conde de Cabral, tan inválido como el primer sobrero, de El Sierro, al que sustituyó, y este igual de inválido que el 2º del hierro titular, que además no tenía trapío y, devuelto, se corrió turno. Ruiz Miguel, que reaparecía en Madrid: estocada corta descaradamente baja (silencio); cuatro pinchazos y estocada (silencio). El Soro: media atravesada baja (silencio); estocada escandalosamente baja (silencio). Juan Cuéllar: estocada (oreja); estocada (oreja); salió a hombros por la puerta grande. Plaza de Las Ventas, 31 de marzo. Lleno.

En el último toro de la tarde cortó la oreja peluda que llevaba en la mano, pero oreja peluda merecida como pocas se habrán concedido en esta plaza, fue la que cortó en el toro anterior. En el toro anterior la fiesta brava hizo manifestación jubilosa de la grandeza que llegó a alcanzar en sus mejores tiempos. El toro, poderoso y encastado, derribó la acorazada de picar; al ver caído al caballo y su jinete, que era El Pimpi, les paseó las costillas; tomó cinco varas sin perder su empuje, y llegó a los siguientes tercios con una embestida agresiva que sólo podía dominar un torero a carta cabal.

Lo maravilloso del caso es que el torero a carta cabal estaba en la plaza, se trataba de Juan Cuéllar, y asumió el compromiso de dominar la embestida agresiva sin la menor vacilación, precisamente en el centro del redondel. La faena, planteada dando las distancias debidas, transcurrió emocionantísima y estéticamente muy bella. Cuéllar Instrumentó tandas de redondos desde la majeza y, la hondura, en perfecta ligazón, abrochadas con ceñidos pases de pecho, y la coronó de gran estoconazo. Al sexto también lo mató de gran estoconazo, y repitió la calidad del toreo anterior, mas ese ya era otro toro, no tan toro como el de la faena grande, preciosa y emotiva.

Reaparecía Ruiz Miguel, que correspondió montera en mano a los aplausos de buena parte de la afición, mientras otra no pequeña le recibió con silbidos. Los aficionados ya empiezan a cansarse de los toreros que organizan la corrida de su despedida con características de acontecimiento histórico y un año después ya están de vuelta. Por supuesto que a estos toreros les asisten todos los derechos para irse y volver, pero al público también le asiste el derecho de opinar que estas idas y venidas no son serias. Quizá ese fue el motivo de que la pelea valerosa de Ruiz Miguel a su incierto primer toro se acogiera con frialdad.

La primera parte de la corrida salió durísima. El segundo toro desarrolló sentido y El Soro, después de banderillearlo con muchas prisas, lo trasteó entre sobresaltos sin orden ni concierto. Paradójicamente, la otra parte salió blandísima. Los toros de Ruiz Miguel y El Soro se desplomaban cada vez que intentaban darles un pase, o simplemente prenderles un par de banderillas, como hizo El Soro, convirtiendo esta suerte en un pasaje ridículo. El sexto también estaba inválido, pero menos, y Juan Cuéllar hizo la faena que le habría de valer la segunda oreja peluda y la triunfal salida a hombros por la puerta grande, en medio de la general alegría. Lo cual hizo pensar a la afición que acudir ilusionada a los toros, por primavera y con el abono preferencial en el bolsillo, tiene sus compensaciones.

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