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UNIVERSOS PARALELOS
Columna
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Música de bodas

Diego A. Manrique

Hasta el sábado, hacía muchos años que no acudía a una boda. Un casamiento clásico, en una iglesia medieval al norte de Castilla. No puedo asegurar que fuera divertido pero sí instructivo. La ceremonia pasa rápida; las celebraciones se prolongan. Primero, la parada en un bar del pueblo. Luego, el desplazamiento hacia un pintoresco hotel en la periferia de otro pueblo mayor (la invitación incluía el mapa correspondiente). Allí, una interminable sesión fotográfica en la pradera, mientras pasan legiones de camareros. Cuando nos sentamos finalmente, llevamos quizás tres horas picando y bebiendo. Los mayores sacuden la cabeza y repiten lo de "crisis ¿qué crisis?" sin saber que están citando a Supertramp. Al final de una inimaginable comilona, descubro rituales perversos.

No vale esa simpleza de que la música se divide en buena y mala
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Los detectives de la SGAE

Los recién casados reciben bolsas de la compra cargadas de calderilla y una enorme cazuela con pan troceado (algo que ver con el "contigo pan y cebolla"). Tampoco estaba preparado para la música. En esta zona de España -¡como en todas!- había pequeñas bandas que animaban diferentes eventos, combinando bailables de toda la vida con éxitos pop, laboriosamente desarrollados según partitura.

Parecen haber fenecido: su lugar es ocupado por un cantante-animador con coleta y un músico parapetado tras un enorme teclado. Son eficientes pero recuerdan el desastre que ha supuesto para la ecología sonora de todo el planeta la implantación de los aparatos digitales: está desapareciendo el sonido de los instrumentos nobles, reemplazado por esa empalagosa tímbrica sintética. Y hasta un saxofón tocado torpemente tenía mayor poder de evocación que el omnipotente Yamaha.

¡El repertorio! Cuando la SGAE anuncia anualmente su lista de las piezas más interpretadas, siempre están canciones que uno desconoce. Sospecho que estos eventos explican su capacidad recaudatoria. Junto a los boleros y las rancheras, a veces demasiado truculentos para la ocasión, van cayendo canciones latinas que hablan de tiburones, toreros y mentirosas. También funcionan aquí los odiosos posos de Operación Triunfo. En unos minutos, la pista se llena de invitados desinhibidos: el cantante, con micro inalámbrico, se mezcla con los bailarines.

Y ratifico lo que siempre he intuido. No vale esa simpleza de que la música se divide en buena y mala. En verdad, cualquier música, de la más sublime a la más abyecta, puede ser buena o mala, según el momento: resulta reconfortante si acompaña a la situación, odiosa si no encaja. Sirve o no sirve. Y esas latinadas contagiosas logran milagros. De repente, está bailando el tipo que poco antes se declaraba adicto al trash metal. Al otro extremo, inventa nuevos pasos salseros el intelectual californiano que pretendía leer un poema del siglo XVII -en inglés- durante el enlace. Se pierde la vergüenza, se cede al abandono. Mala suerte para los músicos: nadie pide que salga el dj.

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