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Tribuna:100 AÑOS DEL 'DRAMA EM GENTE'
Tribuna
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Sobre la imposibilidad de este retrato

¿Y si Pessoa hubiese sido pintor?, se pregunta el novelista portugués José Saramago, autor de la novela El año de la muerte de Ricardo Reis. Quizá su autorretrato fuese el del ingeniero naval Álvaro de Campos, uno de sus heterónimos, o el del tuberculoso Alberto Caeiro, o el del médico expatriado Ricardo Reis...

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El poeta que sí existió

¿Qué retrato pintaría de sí mismo Fernando Pessoa si en lugar de poeta hubiese sido pintor? ¿Se colocaría frente al espejo, casi de perfil, mirando de reojo como alguien que se escondiera de sí mismo, espiándose? ¿Qué rostro elegiría y por cuánto tiempo? ¿El suyo, diferente según la edad, igual a cada una de esas fotografías que ya conocemos, o quizá elegiría otras imágenes no fijadas, que van del nacimiento a la muerte, cada mañana, tarde y noche, comenzando el recorrido en el Largo de San Carlos y acabando en el hospital de San Luis? ¿O escogería el de un Álvaro de Campos, ingeniero naval formado en Glasgow? ¿O el de Alberto Caeiro, sin profesión ni educación alguna, muerto de tuberculosis en la flor de la edad? ¿O el de Ricardo Reis, médico expatriado cuyo rastro se perdió a pesar de las recientes noticias, evidentemente apócrifas? ¿O el de Bernardo Soares, ayudante contable en un barrio de Lisboa? ¿O quizá el de cualquier otro, Guedes, Mora, todos aquellos tantas veces invocados, todos esos ciertos, probables o posibles? ¿Se pintaría con sombrero en la cabeza? ¿Con el cigarrillo entre los dedos? ¿Con gafas? ¿Con la gabardina puesta o tan sólo sobre los hombros? ¿Utilizaría acaso un disfraz, por ejemplo, sujetando el bigote y descubriendo la piel de repente desnuda, de repente fría? ¿Se rodearía de símbolos, de cifras cabalísticas, de signos del horóscopo, de gaviotas de Tejo, de perros de piedra, de caballos azules y yoqueis amarillos, de túmulos premonitorios? ¿O, por el contrario, permanecería sentado ante el caballete, ante esa tela blanca, incapaz de levantar el brazo para atacar el lienzo o para defenderse de él, a la espera del pintor que intentara ese retrato imposible? ¿De quién? ¿Cuál?Invisible

Ya es hora de que se diga de una persona como Fernando Pessoa lo que ya se sabe de Camoens. Miles de ideas esbozadas, pintadas, modeladas o esculpidas acabaron por convertir a Luis Vaz en alguien invisible, lo que de él todavía permanece es precisamente lo que sobra, un párpado caído, una barba y una corona de laurel. Puede intuirse con facilidad cómo Pessoa va camino de lo invisible, considerando la multiplicación de imágenes, provocadas por apetitos sobreexcitados de representación y facilitada por un dominio generalizado de las técnicas. El hombre de los heterónimos, confundido voluntariamente entre las criaturas que produjo, penetrará en el negro absoluto antes de lo que lo hiciera aquel otro con una sola cara pero con muchas voces. Tal vez sea ése el destino perfecto de los poetas... difuminar la esencia de un contorno, de un mirar gastado, de un pliegue en la piel, y disolverse en el espacio, en el tiempo, diluido entre las líneas que lograra escribir; si en el rostro sin facciones ni límites algo logra todavía permanecer, seguro que incluso ese algo será arrojado fuera definitivamente. El poeta será tan sólo memoria fundida en las memorias, para que un adolescente pueda decirnos que tiene dentro de sí todos los sueños del mundo, como si el hecho de tener sueños y declararlos fuese una invención suya. Existen razones para pensar que toda la lengua es obra poética.

Mientras tanto, el pintor sigue pintando el retrato de Fernando Pessoa. Está empezando y toda vía no se sabe qué rostro eligió; lo que se aprecia es una leve pincelada de verde, la oportunidad de un perro con ese mismo color para convinar con un yoquei amarillo y un caballo azul, excepto si el verde fuese el resultado físico y químico del yoquei sobre el caballo, tal y como es su profesión y su deseo. Sin embargo, la duda del pintor nada tiene que ver con los colores que tiene que utilizar, esa dificultad la resolvieron los impresionistas de una vez por todas. Tan sólo los antiguos desconocían que en cada cosa están todos los colores. La gran duda del pintor es la de si deberá tener una actitud reverente o irreverente, si debe pintar esa Virgen como san Lucas pintó la otra, de rodillas, o si tratará a este hombre como al pobre tipo que realmente fue, un tipo ridículo para las criadas del hotel, un tipo que escribió ridículas cartas de amor, y si está autorizado para reírse de él pintándolo.

La pincelada verde, entre tanto, es tan sólo la pierna del yoquei amarillo colocada a este lado del caballo azul. Mientras que el maestro no mueva la batuta, la música no dará comienzo, lánguida y tristemente, ni el hombre de la tienda comenzará a sonreír entre las memorias de la infancia del pintor. Hay una especie de ambigüedad inocente en esta pierna verde, capaz de transformarse en perro verde. El pintor se deja conducir por la asociación de ideas; para él pierna y perro se transforman en meros heterónimos del verde, algo mucho más dificil de creer que antes, no hay que admirarlo. Nadie sabe lo que pasa por la cabeza del pintor mientras pinta.

El retrato está hecho, se unirá a las 10.000 imágenes que lo precedieron. Es una devota genuflexión, es una risotada de burla. Cada uno de estos colores, cada uno de estos trazos, sobreponiéndose unos a otros, acercan el momento de convertirlo en invisible, ese negro total que no reflejará luz alguna, ni siquiera la fulgurante luz del sol. En un punto indeterminado, entre la veneración y la irreverencia, quizá se encuentre el hombre que fue Fernando Pessoa; digamos quizá tan sólo, porque tampoco eso es cierto. Albert Camus no pensó mucho cuando escribió: "Si alguien quiere ser reconocido, basta con que diga quién es". Por regla general, a lo más que llega quien a tal aventura se arriesga es a decir cuál ha sido el nombre que le pusieron en el Registro Civil.

Fernando Pessoa probablemente ni siquiera eso. Ya no le bastaba con ser al mismo tiempo Caeiro y Reis, Campos y Soares. Ahora que no es poeta, sino pintor, y va a pintar su autorretrato, ¿qué rostro pintará, con qué nombre firmará el cuadro? ¿Al lado izquierdo o al derecho? -porque toda la pintura es un espejo-. ¿De qué, de quién, para qué? Finalmente, el brazo se levanta, la mano se cierra sobre un pequeño objeto de madera que de lejos se asemeja a un pincel y que, sin embargo, despierta nuestras sospechas; no se aprecian rastros de color verde, ni azul ni amarillo, no se ve color alguno, no se ve tinta alguna, se trata del negro absoluto mediante el cual, y con sus propias manos, Fernando Pessoa se convertirá en invisible. Pero los pintores seguirán pintando.

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