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Columna
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'Bonos basura' y 'subprime'

Joaquín Estefanía

El pasado viernes se cumplieron 20 años del lunes negro, aquella jornada de octubre de 1987 en la que Wall Street perdió más de un 22% de su valor, extendiéndose a continuación la crisis al resto del planeta bursátil. Ninguna otra sesión, ni siquiera durante el crash del 29, ha igualado en envergadura a las pérdidas porcentuales de aquel lunes negro. Este aniversario ha coincidido con las turbulencias financieras que asolan al mundo hoy, desde el pasado mes de agosto. Es muy difícil sustraerse al juego de analogías y diferencias entre ambas coyunturas, más allá de la evidencia de que el sistema global se ha sofisticado espectacularmente en estas dos últimas décadas.

Cuando sucede el lunes negro hace apenas dos meses que Alan Greenspan ha llegado a la Reserva Federal (Fed) para sustituir a Paul Volcker, del que Ronald Reagan no se fiaba (Jim Baker, secretario del Tesoro de Reagan, declaró cuando supo que Volcker no seguiría: "Hemos acabado con ese hijo de puta". En Greenspan, de Bob Woodward, editorial Península). En esos dos meses, Greenspan había subido los tipos de interés para tratar de controlar la inflación. A partir del crash bursátil tuvo que dar sentido inverso al precio del dinero, bajar los tipos tres veces entre octubre de 1987 y febrero de 1988. La Fed hizo un comunicado en el que textualmente decía: "La Reserva Federal, de acuerdo con sus responsabilidades como banco central de la nación, ha afirmado hoy su disponibilidad para servir como fuente de liquidez, con el fin de apoyar el sistema económico y financiero".

Como hace dos décadas, el epicentro de la crisis ha sido Estados Unidos

El periodista Martin Mayer, autor de una monumental historia de la Fed (La Reserva Federal, editorial Turner) cuenta una curiosa anécdota de Greenspan el lunes negro: el presidente de la Fed viajaba en avión hacia Dallas para dar una conferencia en la Asociación de Banqueros de EE UU, cuando telefoneó al presidente de la Fed de Dallas para preguntarle cómo había cerrado el mercado. Éste le tranquilizó con la respuesta "cinco cero ocho", lo que Greenspan interpretó como una bajada de 5,08 puntos, cuando eran 508 puntos: un crash. Y escribe Mayer: "Se sentía enormemente aliviado por la recuperación que debía haberse producido en las últimas horas [cuando subió al avión, el Dow Jones perdía 200 puntos]

; después comprendió la verdadera magnitud de la catástrofe".

¿Qué pasó para tan brutal descalabro? Los economistas reflejan una suma de circunstancias poco convincente: el enorme déficit, el agotamiento de la economía, la subida de tipos, el sistema informático de la Bolsa, etcétera, pero todos ellos estaban presentes antes del 19 de octubre sin que ocurriese nada. El sabio Galbraith (Breve historia de la euforia financiera, editorial Ariel) añade otro elemento: la gigantesca especulación. En 1987 los mercados aclamaban la era Reagan, con su revolución conservadora.

El apalancamiento regresó en forma de absorciones de empresas y de compras de participaciones apalancadas; las elevadas deudas permitieron acceder a la propiedad y al control de multitud de empresas. Se cumplía el requisito de un nuevo instrumento financiero que se consideraba una asombrosa novedad: los bonos de alto riesgo que rendían una elevada tasa de interés, y que la sabiduría popular bautizó luego con el calificativo con que se han quedado: los bonos basura. Personas y razones sociales, como Dennis Levine, Ivan Boesky, Michael Milken o Drexel Burnham Lambert..., quedaron asociados a la historia de lo peor de los bonos basura.

Veinte años después, los bonos basura han sido sustituidos por las hipotecas de alto riesgo sin garantías suficientes (subprime). Todavía no se conoce la profundidad de las turbulencias ni el tiempo que durarán, aunque el secretario del Tesoro, Hank Paulson, ha elaborado una predicción de más de dos años. Como hace dos décadas, el epicentro de la crisis ha sido EE UU y la capacidad de contagio, es más vertiginosa hoy que ayer. Ahora, los bancos centrales han actuado de forma coordinada inyectando mucha liquidez en el sistema. Dos décadas es el tiempo máximo que, según Galbraith, dura la memoria en asuntos financieros. Luego, lo ocurrido se olvida hasta que 20 años después los incautos vuelven a picar. Los desastres se postergan con extrema rapidez.

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