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Columna
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¿Retorno a los años setenta?

Ángel Ubide

La amenaza de un superciclo inflacionista, que discutimos en esta columna en febrero -y que produjo múltiples reacciones del tipo "¿no te enteras de que estamos al borde de la recesión?"- está empezando a dominar la discusión económica. Con el petróleo a 130 dólares por barril y el rápido aumento de las expectativas de precios energéticos a largo plazo, los paralelos con la crisis de los años setenta se multiplican, al menos en apariencia.

Ahora, como entonces, los precios de los alimentos y de la energía están aumentando rápidamente, impulsando al alza la inflación. Los tipos de interés están bajos, sobre todo en términos reales (ajustados por la inflación, la media ponderada de tipos de interés de los principales países del mundo es cero), y la rigidez de algunos sistemas de tipos de cambio amplifica la laxitud de la política monetaria global. Las tendencias proteccionistas se están intensificando, amplificando las tensiones inflacionistas.

La capacidad excedente del mercado petrolífero es muy limitada y en zonas peligrosas o de alto coste

En los años setenta la causa de la aceleración de la inflación energética estaba clara, una reducción repentina de la oferta de petróleo. Hoy, sin embargo, las razones están mucho menos claras, lo cual crea tremendas dificultades para los bancos centrales a la hora de decidir su estrategia de política monetaria. La similitud con los años 70 es la escasez de oferta. La capacidad excedente del mercado petrolífero es muy limitada y en zonas peligrosas o de alto coste de extracción, y la mano de obra especializada escasea. Además, las teorías que sostienen que las reservas existentes son cada vez menos productivas están ganando fuerza. A ellos se une un factor críticamente importante: el proteccionismo inversor está aumentando artificialmente la escasez de oferta, ya que los Estados con reservas petrolíferas están poniendo muchas trabas a las inversiones de las multinacionales del sector.

Pero hay también un aspecto de demanda, que se corresponde con el aumento estructural de la demanda energética de los países emergentes. El rápido desarrollo de estos países requiere un consumo sustancial de energía para desarrollar la infraestructura necesaria, proceso que puede durar muchos años; imagínense cuántos años puede necesitar China para urbanizar el país, construir las carreteras necesarias, y dotar a sus ciudadanos de automóviles.

Y hay un tercer aspecto que es técnicamente demanda, pero que no se relaciona con crecimiento económico. En los últimos años, la demanda de materias primas como instrumento de inversión se ha multiplicado rápidamente, y un torrente de dinero se avalanza sobre unos mercados muy estrechos y poco líquidos. Este shock de portafolio, en un contexto de inflación de materias primas generada por otros impulsos independientes, como los mandatos de etanol, puede provocar una reacción en cadena que induzca ulteriores subidas de precios, en una dinámica similar a una burbuja.

Tenemos por tanto shock de oferta, demanda y portafolio, pero no tenemos ni idea de cuál es más importante, ni cómo determinar en qué medida cada uno influye en la evolución de los precios energéticos. Y la reacción de los bancos centrales es potencialmente muy distinta dependiendo de la respuesta, ya que si refleja un aumento de la demanda global habría que reaccionar rápidamente. En los años setenta, el error que se cometió no fue tanto ignorar el aumento de la inflación, sino asumir que había mucha más capacidad excedente que la que de verdad existía. Los salarios por tanto reaccionaron más de lo esperado y generaron una espiral inflacionista. Actualmente puede haber un problema potencialmente similar: asumir que la contracción crediticia es mayor de lo que realmente es, y por tanto facilitar una aceleración futura de los salarios. Pero también puede suceder lo contrario, infravalorar la contracción y generar una desaceleración económica exagerada.

Los bancos centrales están operando casi a ciegas, atrapados en unos objetivos de inflación probablemente demasiado optimistas en cuanto a la capacidad de controlar la inflación. La clave es que las expectativas de inflación no se disparen, y aun en ese caso desconocemos cómo éstas afectan a la formación de salarios. Con el proceso de globalización todavía en marcha, cabe imaginarse que los salarios no podrán reaccionar demasiado dada la tremenda competencia proveniente de los países emergentes. De hecho, tras varios años de persistentes aumentos de precios energéticos, los salarios no han reaccionado. Así que la estrategia correcta parece ser ignorar el shock energético, reiterar el mensaje antiinflacionista, y confiar en que la inflación retornará a los objetivos deseados en el medio plazo, a pesar del vértigo que produzca la elevada inflación actual.

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