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Columna
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Tercera vía en el pulso nuclear

Xavier Vidal-Folch

¿Es posible en España un debate nuclear laico? El talibanismo multidireccional que aflora con la patata caliente de la continuidad o el cierre de la central de Garoña induce a la duda.

Proliferan argumentos de ficción. Así, el lobby nuclear arguye que ese cierre haría aumentar un 10% la factura eléctrica, ¡cuando Garoña supone sólo ¡un 1,3% del suministro total! Amenaza con una demanda judicial de 1.000 millones de euros, cuando el Gobierno no tiene obligación jurídica alguna de prorrogar la licencia. Y agita el fantasma de los apagones, al asegurar que la cobertura de la demanda "es muy justa", cuando, aunque se ignore, España exporta más electricidad (sobre todo a Marruecos) de la que importa (sobre todo de Francia).

Zapatero rompería la pinza entre su programa y el despilfarro si destinase los beneficios extra de Garoña a las renovables

Desde la trinchera opuesta del lobby verde excitan el pánico por la supuesta falta de seguridad, charloteando sobre "la central de las mil grietas". Cuando EE UU ha prorrogado la vida a 20 reactores gemelos del burgalés. Y cuando el Consejo de Seguridad Nuclear fue unánime en garantizar que no habrá sustos si se realizan algunos ajustes técnicos.

Con ese tipo de argumentos, apaga y vámonos. Habría otros más sólidos para un buen debate nuclear. En favor: diversifica y garantiza el abastecimiento, compensando la extrema dependencia energética europea (y más, española) de los hidrocarburos; su carácter limpio, al no emitir CO2; su ínfimo coste comparativo. En contra: no se ha resuelto la eliminación del drama de los residuos, ni siquiera mediante su reutilización, como hace Francia; o las enormes inversiones requeridas.

Aunque Garoña es muy pequeña, y su achatarramiento no perturbaría el esquema energético, la decisión que tome el Gobierno es un test de futuro: seis de los otros siete reactores nucleares deben renovar sus licencias de aquí a 2011, aunque su vida útil teórica concluya a partir de 2021. De ahí que las trincheras pugnen por sentar precedente.

El presidente del Gobierno está atrapado en una pinza. De un lado, por su compromiso abolicionista con un programa electoral meditado a medias. Que ni justifica la solidez contable de la total sustitución mediante energías renovables de los kilovatios nucleares producidos, ni sintoniza con el retorno generalizado al átomo, salvo en Austria y Dinamarca; con Alemania se verá tras las elecciones de otoño. Por otro, la evidencia del irresponsable despilfarro económico, sobre todo en una vorágine de recesión, que supondría el cierre de una instalación amortizada, es decir, que sólo debe pagar los costes variables (personal, combustibles, mantenimiento...). Más aún, el coste del kilovatio nuclear oscila en torno a los dos céntimos; el coste del kilovatio medio lo triplica largamente: hasta siete céntimos.

Esa implacable lógica económica va abriendo paso a una tercera vía, entre cerrar y seguir sin condiciones. Consiste en que mientras se aborda en serio el debate sobre el mix energético (la contribución de cada tipo de energía a la oferta global) del futuro y el rol de lo nuclear en él, y tras garantizar la seguridad de cada planta, prorrogar con condiciones su vida útil diseñada al principio, a su vida utilizable. Destinando parte de los pingües beneficios extraíbles de las centrales ya amortizadas (y a las que todos están habituados), a menesteres alternativos. A financiar las primas con que se incentivan las energías renovables: beneficio al consumidor, que es quien al final las paga. O a rebajar la factura eléctrica de las industrias, que la ven aumentar entre un 20% y un 70% por la desaparición de la tarifa industrial decidida por la UE: beneficio a la economía productiva y al empleo. O a reducir el déficit tarifario contraído por los consumidores con las eléctricas. Seguro que esta vía no encandilará a ningún talibán, nuclear o verde. Pero a lo mejor lo entenderían todos los demás.

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