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No solo la City está en juego

Algo más que la defensa de la City londinense debió justificar el aislamiento del primer ministro británico al oponerse en solitario a los acuerdos del último Consejo Europeo. Esa automarginación de la dinámica abierta hacia la integración fiscal renueva los temores a que un país esencial, una economía con un sistema financiero avanzado, quede fuera, ya no solo de la unión monetaria, sino de cualquier otra decisión que persiga perfeccionar el mercado interior. Y la dimensión financiera de ese espacio no es poco relevante, para unos y otros.

Con independencia de otros motivos de fricción, el desencuentro del Gobierno británico con el Consejo Europeo se localiza en la defensa a ultranza de las ventajas competitivas de la industria de servicios financieros de ese país. Consecuente con ello es la protección de Londres frente a cualquier amenaza derivada de una mayor integración, cuando menos en el seno de la eurozona. Tres conjuntos de medidas preocupan a ese sector y, consecuentemente, al Gobierno de Cameron.

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La introducción de un impuesto a las transacciones financieras sería la primera de ellas. En los términos conocidos, afectaría a diversas operaciones realizadas en la City, especialmente las de compraventa de valores y la operativa en derivados. Se estima que en su seno podrían generarse más de la mitad de los impuestos que se espera recaudar con esa tasa en toda Europa. En segundo lugar, el establecimiento de restricciones a la venta de activos financieros en descubierto (short sales). Mientras en otros países se demoniza la capacidad desestabilizadora de esas operaciones, en la City ponen mucho más énfasis en su capacidad para generar liquidez en ambos lados del mercado. Por último, la inquietud del sector financiero británico se deriva de la pretensión del Banco Central Europeo de exigir, para la liquidación de transacciones financieras sobre instrumentos denominados en euros, la utilización de cámaras de compensación domiciliadas en países de la eurozona, lo que restaría potencial a la London Clearing House-Clearnet, cuya operatoria en euros se vería desplazada a Paris o Fráncfort.

Ante las implicaciones de esas y otras iniciativas legislativas (casi medio centenar de ellas son señalizadas como potencialmente dañinas para el negocio financiero de la City), el Gobierno británico reclama capacidad de veto en regulaciones sobre servicios financieros. Se amparan en un doble argumento. Por un lado, contrariamente a lo que se asume de forma convencional, las autoridades británicas no pretenden solo menos regulación -en realidad, sus exigencias de capital a los bancos van a ser superiores a los mínimos requeridos por Basilea II y a las del resto de Europa-, sino una regulación flexible, más basada en medición de riesgos y menos en prohibiciones e imposiciones indiscriminadas.

Por otra parte, las autoridades británicas acusan a sus socios de un "doble rasero": nadie cuestiona la capacidad de veto francesa sobre alteraciones en la política agraria común, con el argumento del elevado peso que la agricultura francesa tiene sobre el total europeo y, en cambio, se niega a Reino Unido esa misma capacidad sobre un sector en el que su cuota en Europa es claramente superior a la francesa en agricultura.

¿Puede poner en peligro ese órdago lanzado al Consejo Europeo la posición de Londres en la liga internacional de centros financieros? La hegemonía de la City, como financiador del comercio internacional (alberga el 50% de las transacciones relacionadas con el transporte marítimo de mercancías en el mundo), se remonta al origen de las modernas finanzas. Su protagonismo es destacado en los mercados de valores, con casi un 20% de cuota mundial en compraventa de acciones, e incluso mayor en el caso de los instrumentos derivados.

Esa favorable posición competitiva descansa en una combinación de factores: las infraestructuras tecnológicas, una excelente dotación de capital humano (aun cuando un número creciente de profesionales cualificados no sean británicos) o un entorno cultural y regulatorio cómplice de la innovación y desarrollos financieros, alimentan el círculo virtuoso en torno a la liquidez y profundidad de sus mercados. Esas ventajas se han puesto también de manifiesto la última década, de vigencia del euro. El valor añadido por la industria de servicios financieros ha crecido en Londres a tasas medias anuales del 5%, más del doble que las registradas en Fráncfort o París, y solo superadas por los nuevos centros financieros asiáticos, como Hong Kong o Singapur.

De ese comportamiento diferencial cabe deducir dos lecturas opuestas para el futuro de la City tras la cumbre. La más "temerosa" atribuiría el fuerte crecimiento de Londres en la última década al hecho de haber reforzado su papel como capital financiera de la Unión Europea, papel que podría verse revertido tras el desencuentro de la pasada semana. La que estaría detrás de la postura rupturista, asume que la eurozona perderá influencia en la escena financiera internacional, al tiempo que la de Londres, en sus interrelaciones con los nuevos centros emergentes, compensaría la posible pérdida de transacciones con países europeos. De la habilidad diplomática del Gobierno de Cameron dependerá la posibilidad de conseguir simultáneamente alejar el peor de los escenarios, el aislamiento, y, seguir garantizando no solo las rentas a los ocupantes de la City, sino un papel central de su país en la integración económica y política de Europa.

Ángel Berges y Emilio Ontiveros son socios de AFI y catedráticos de la UAM.

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