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Columna
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Lealtad

Enrique Gil Calvo

La decisiva votación del decretazo, finalmente aprobado el pasado jueves en el Congreso, ha revelado la extrema soledad del jefe del Gobierno, a quien van abandonando casi todos (con una única excepción, CiU, aunque destinada a caducar) en su amargo trance de sacar al país de su actual naufragio deficitario. Y eso no es nada comparado con lo que todavía nos espera en las inminentes decisiones sobre la reforma laboral o el sistema de pensiones, de las que depende nuestra futura salida del déficit. Se diría que atravesamos días trágicos, donde España se juega su destino sin que nadie demuestre poseer sentido de Estado. Y para interpretar tales acontecimientos no basta con la psicología política, discutiendo el carácter, la moral o la responsabilidad de nuestros líderes sindicales y políticos. Más allá de eso, hay que hablar de estrategias. Es decir, de dilemas éticos.

Si los sindicatos españoles estuvieran unidos, como sucede en Alemania, darían una lección de lealtad

Uno de los libros más influyentes de teoría social del último tercio del siglo pasado es Salida, voz y lealtad (FCE, México, 1977), del eminente y heterodoxo economista Albert Hirschman, cuyo subtítulo reza: Respuestas al deterioro de empresas, organizaciones y Estados. Y es que cuando una institución inicia un proceso de crisis y rápido deterioro, a todos sus miembros se les plantea el dilema ético de tener que optar entre tres estrategias posibles: evadirse y desertar (salida); protestar y exigir responsabilidades (voz); o comprometerse a contribuir al salvamento (lealtad).

Pues bien, en la actual crisis de crédito por la que atraviesa la Eurozona nos encontramos con ejemplos de las tres opciones. Muchos agentes eligen la opción de salida: son los evasores de capitales o impuestos, los empresarios que dejan de invertir, los especuladores que apuestan a la baja, los tránsfugas que cambian su voto, los consumidores que dejan de gastar. Y es también la actitud de aquellos que, como Mariano Rajoy o Josu Erkoreka, estando obligados a apoyar el plan de choque exigido por la UE (presidida por España este semestre), prefirieron desertar y abandonar la nave del Estado a su suerte.

Luego están los que eligen la opción de elevar su voz: son todos aquellos agentes sociales que se sienten damnificados, como víctimas inocentes de la crisis, y no se conforman, exigiendo airadamente pública reparación. Grecia es el ejemplo más evidente: sus múltiples sindicatos ya han organizado varias huelgas generales, entre otras muchas manifestaciones de protesta, con un elevado coste en vidas y haciendas. Y esta es también la vía por la que han optado nuestros sindicatos, que compiten entre sí por ver cuál se muestra más firme en su negativa a aceptar una auténtica reforma laboral.

Y queda por fin la opción de la lealtad. Es la elegida por todos aquellos ciudadanos (funcionarios, pensionistas, contribuyentes) que están dispuestos a sacrificarse por el bien de su país, soportando durante un tiempo recortes de ingresos con tal de contribuir en la medida de sus posibilidades a salvar entre todos la nave del Estado. Una lealtad que no ofrecen por altruismo, ni siquiera por patriotismo, sino por su propio interés, ya que identifican su suerte con la de la comunidad civil a la que pertenecen. Es, por ejemplo, la lealtad que ofreció el jueves Josep Antoni Duran Lleida, y no por patriotismo -él se siente catalán-, sino por civismo y sentido de Estado.

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¿De qué depende que quienes podrían prestar lealtad, como los sindicatos, opten por el contrario por elevar su voz, resistiéndose a contribuir al salvamento común? Cabría pensar que es por sectarismo, es decir, por falta de sentido de Estado, optando por anteponer la defensa del interés particular a la construcción compartida del interés común. Es una opción tradicional en la cultura política de nuestro país (a la que yo llamé ideología española), como ha demostrado nuestra derecha, siempre dispuesta a que el país se hunda con tal de que su rival (ayer Felipe González, hoy José Luis Rodríguez Zapatero) lo haga también. Y lo malo es que nuestra izquierda se preste a la maniobra, como demostró la huelga general de 1988 o la pinza a la griega entre José María Aznar y Julio Anguita. ¿Asistiremos ahora a otra pinza contra natura entre el Partido Popular, UGT y Comisiones Obreras?

Es posible que pueda interpretarse así, pero yo me resisto a ser injusto con los sindicatos. Si se muestran reticentes a la reforma laboral, y se empeñan en elevar su voz en vez de prestar su lealtad, no es por sectarismo o por falta de sentido de Estado sino por algo distinto. Y es su división interna la que les obliga a rivalizar, compitiendo entre sí por ver quien levanta su voz más y mejor. Pues si estuvieran unidos, como sucede con los sindicatos alemanes y nórdicos, serían los primeros en dar lecciones de lealtad a todos los demás.

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