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Columna
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El camarote de los hermanos Marx

Tras el episodio de la resistencia -finalmente vencida- de Vic y Torrejón de Ardoz a empadronar inmigrantes en situación administrativa irregular, el presidente del PP exige un gran debate nacional sobre la acogida de los extranjeros en España. La obvia intencionalidad electoralista de la propuesta popular no invalida, sin embargo, la legitimidad de la iniciativa. Las atemorizadas exhortaciones a sacar de la agenda pública el tema de la inmigración -relacionado con el pacto intergeneracional sobre la jubilación y las pensiones de la población autóctona- denotan una escasa confianza en las virtualidades del sistema democrático para resolver o atenuar pacíficamente los conflictos.

La inmigración es una necesidad imperiosa de la economía europea y la demografía española

Otra cosa muy distinta es, sin embargo, la obligación de no engañar a la opinión pública en el intercambio argumental mediante la tergiversación de los datos estadísticos, las verdades a medias o las mentiras flagrantes. Los deslizamientos de significativos sectores conservadores o de izquierdas del electorado hacia el populismo xenófobo producidos en Austria, Italia y Francia por la tardanza o la tibieza de los partidos históricos para encararse con la demagogia muestran que en el pecado llevan la penitencia. Desde esa perspectiva, los cuatro concejales y el 18% de los votos que consiguió en Vic el Partido per Catalunya, liderado por el ex militante de Fuerza Nueva Josep Anglada en 2007, constituyen un serio aviso.

Entre los mensajes envenenados que el debate sobre la inmigración debería olvidar figura la cantinela del "no cabemos todos" lanzada por PP en las elecciones legislativas de 2008 y retomada ahora con nuevo ímpetu.

La secuencia en Una noche en la ópera del hacinado camarote ocupado por los hermanos Marx en un lujoso transatlántico parece inspirar esa imagen caricaturesca de España como un gigantesco contenedor a punto de reventar por la llegada a sus costas de la inmigración extracomunitaria procedente en su gran mayoría de Latinoamérica y del norte de África.

Pero la sensación que esa dramática estampa pretende transmitir no es tanto cuantitativa, basada en la densidad de habitantes por kilómetro cuadrado o la escasez de infraestructuras y recursos, como cualitativa, suscitada por el desconcierto de un nuevo paisaje social comparable con la extrañeza mostrada hace casi un siglo por Ortega y Gasset en La rebelión de las masas ante las aglomeraciones de una Europa aún sin inmigrantes: "La muchedumbre, de pronto, se ha hecho visible, se ha instalado en los lugares preferentes de la sociedad. Antes, si existía, pasaba inadvertida, ocupaba el fondo del escenario social; ahora se ha adelantado a las baterías, es ella el personaje principal".

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Los ciudadanos de los países desarrollados tienen el deber de ir incorporando a sus ordenamientos jurídicos positivos la Declaración de Derechos Humanos (incluido "el derecho de toda persona a circular libremente y a elegir residencia en el territorio de un Estado") en la medida que las circunstancias permitan cumplir ese mandato ético-político.

Pero el propio interés puede persuadir también a los españoles de que la inmigración les conviene como anfitriones. Además de atribuir humorísticamente la inspiración del "no cabemos todos" de Rajoy a los apretones en el metro de Tokio de las horas punta, Felipe González recordó la semana pasada en el acto inaugural del Año Europeo de Lucha contra la Pobreza y la Exclusión Social que la Unión Europea necesitará para 2050 la incorporación de otros 70 millones de trabajadores inmigrantes. Algunas proyecciones referidas únicamente a España cifran sus necesidades demográficas en siete millones de aquí a 2030; sin ese remozamiento demográfico, el envejecimiento tendencial de la población autóctona pondría en una grave crisis el sistema de pensiones.

Contra lo que suelen contar los dirigentes del PP a fin de sembrar terrores nocturnos entre sus electores, la quintuplicación de la población inmigrante durante los últimos 10 años (cinco bajo mandato de Aznar) no se debió al etéreo efecto llamada de la legislación de extranjería española sino a la demanda de mano de obra foránea -ante la insuficiencia de la oferta autóctona- requerida por una economía en expansión. Y a la inversa, la caída de la inmigración extracomunitaria durante los últimos meses se ha correspondido también con los efectos de la crisis sobre el empleo.

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