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Reportaje:El fuego ataca las islas Canarias

"Con lo que he llorado podía haber salvado mi casa"

Los vecinos regresan a sus viviendas en Mogán, un pueblo fantasmal arrasado por el fuego y aún sin suministro de agua

Javier Lafuente

Los cactus que adornan algunas de las fincas de Mogán son el reflejo de los cerca de 3.000 habitantes de esta pequeña localidad del suroeste grancanario. El fuego que el lunes arrasó el valle que protege el pueblo y sus alrededores también deformó la figura de las plantas. Ahora parecen sauces llorones. Miran hacia abajo, como Emilio, un vecino que contempla lo poco que queda de su casa, una de las seis que se chamuscaron. Acompañado por dos amigos, recibe el ánimo de todo el que pasa por su lado. Él, resignado, no contesta a nadie; se encoge de hombros e intenta disimular como puede sus ojos rojos. Cuando no aguanta más, revienta: "Con todo lo que he llorado, podía haber salvado mi casa".

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Los dos postes que informan de la hora y la temperatura en la carretera del pueblo marcaban 0 grados y 0 horas a media mañana de ayer. Tampoco había luz ni agua en Mogán, un pueblo fantasma. Era como si se hubiese detenido el tiempo. O quizás era una señal de que había que empezar de nuevo. "Está todo desconocido. El fuego ha arrasado muchas fincas, aunque veo que las estructuras no están tan mal como creíamos", asegura Enrique, de 56 años, dueño de uno de los restaurantes del pueblo. Ha subido con su familia a recoger algo de ropa y a comprobar que su casa y la de su hijo Alejandro no se han visto afectadas. El joven, de 26 años, que trabaja en el negocio familiar, no oculta su alegría al ver que en su finca sólo se ha calcinado un aguacatero. El muro que protege el terreno frenó el fuego. "Ayer vi desde la parte alta cómo se quemaba el pueblo; en ese momento le dije a mi novia 'esto se acabó', y mira, no fue para tanto", reconoce aliviado, después de haber "llorado como un niño" el día anterior.

Aunque a la una de la tarde hay muchos vecinos rondando por el pueblo, nadie habla. Cuando se cruzan entre ellos se miran a la cara y poco más. Todos van con la cabeza gacha. Las pocas palabras que se dicen son pura cordialidad: "¿Qué tal estás?; al menos no ha habido víctimas; poco a poco". Marisol está quieta frente a su casa, ahora convertida en un oasis. Mire por donde mire, su finca está negra. El fuego, sin embargo, no ha dañado la estructura. "Parece un milagro, no me imaginaba que esto podía ser así. Sabíamos que se había quemado, pero tanto...", lamenta la mujer mientras su hija la agarra del hombro: "Venga, mamá, hay que mirar para adelante".

El casco urbano de Mogán está rodeado de montañas. Una protección natural que el domingo por la noche se volvió contra el pueblo en pocas horas. Algo que los vecinos preveían: "Desde el viernes vimos cómo la montaña ardía en la cumbre; nos temíamos que esto bajara, pues no hay más que ver que son barrancos y el fuego iba a ir rápido", explica Charo, la mujer de Enrique, dueño del restaurante.

La resignación se mezcla en el ambiente con la ceniza. Aún huele a chamuscado, un olor intenso, mayor si cabe cuando uno cruza Mogán y se acerca al valle de Venegueras, apenas a un kilómetro. También tuvo que ser desalojado. Desde la carretera, Enrique señala con el dedo y explica cómo toda la ladera que ahora es negra, que está carbonizada, antes era verde: "No te lo puedes ni imaginar, toda esta zona es el pulmón de Gran Canaria, era precioso; era". Su voz se entrecorta cada vez que confunde el presente con el pasado. No se hace a la idea todavía de que el fuego ha marcado un antes y un después.

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La familia se queda de piedra cuando, bajando hacia Venegueras, ven el bar donde pasaron la tarde del domingo. Un negocio, dicen, que era muy moderno y muy coqueto; con sus palmeras, sus mesas de madera. Ahora apenas se puede ver un tronco negro, el maldito negro, y carbón. Todo se ha consumido. El dueño del local se lamenta: "Si no se hubiese podido evitar, pues mira, se quema el negocio y no pasa más nada, pero es que se veía venir".

De vuelta a Mogán, Enrique no hace más que parar en cada curva del desfiladero. Se baja de su furgoneta, observa el paisaje desolador y repite una y otra vez: "Qué pena, qué pena". Su mujer e hijos asienten y tratan de hacer un resumen de la situación de cada vecino: "Mira, la finca del alcalde está arrasada, aquella otra aguantó, a la nuestra no llegó por poco". Y otra vez: "Qué pena, qué pena, pobre gente".

A última hora de la tarde de ayer, cuando se restableció el suministro eléctrico, el Ayuntamiento permitió regresar a los vecinos a sus casas para que se instalasen. Pocos lo hicieron. Tenían garantizada una noche más de alojamiento en algunos de los hoteles o apartamentos de Puerto de Mogán en los que habían pernoctado la noche anterior. Decían que querían aprovechar y descansar. Otros tenían miedo de que el fuego se pudiera avivar de nuevo, aunque estaba garantizado que no iba a ser así. Javier, un hombre mayor, de unos 60 años, mientras paseaba por el Puerto reconocía: "Lo que pasa es que no queremos afrontar que volvemos a un sitio que, al menos de momento, no es el que era".

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Sobre la firma

Javier Lafuente
Es subdirector de América. Desde 2015 trabaja en la región, donde ha sido corresponsal en Colombia, cubriendo el proceso de paz; Venezuela y la Región Andina y, posteriormente, en México y Centroamérica. Previamente trabajó en las secciones de Deportes y Cierre del diario.

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