_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

El placer del hipocondriaco

Josep Ramoneda

Hay cuestiones políticas que llevan incorporado el poder de la discordia. Por ejemplo, la cuestión nuclear. Dónde sea que aparezca hace estallar inmediatamente las contradicciones. Lo hemos visto con el concurso para la adjudicación incentivada del depósito de residuos. Dos alcaldes han hecho números y han pensado que les salía a cuenta: el de Yebra, del PP, y el de Ascó, de CiU. Inmediatamente las dos ciudades se han dividido entre partidarios y adversarios. Acto seguido, han estallado las contradicciones en los partidos. El alcalde de Yebra debía estar confiado en que el PP siempre ha sido un partido pronuclear aunque, como todo lo impopular, a menudo lo haya dicho con la boca pequeña. Pero quizás no contempló que el PP vive una soterrada lucha por el poder entre Dolores de Cospedal y Javier Arenas. La primera quiere ser presidenta de Castilla-La Mancha y no está para correr riesgos. El segundo ha visto la oportunidad de asestar un golpe a su competidora. El alcalde de Ascó sabe que su pueblo ya ha sido condenado al monocultivo nuclear por la central que le identifica y habrá pensado que podía asumir un riesgo más. Pero se conoce que para Artur Mas, en su nuevo papel de Obama de Sant Benet, lo nuclear es un estorbo para su misión. En el Ayuntamiento de Ascó hay representación del PSC. El presidente Montilla, ante otro terremoto en el tripartito, se ha manifestado con una rotundidad que contrasta con los devaneos nucleares de su época ministerial.

Lo que la gente quiere no es ver al gobernante tan inquieto como ella, sino capaz de sacarle del miedo

También la inmigración es un territorio en el que los políticos pierden fácilmente la dignidad. Desde que el Ayuntamiento de Vic tuvo la desgraciada ocurrencia de exhibir músculo contra los inmigrantes para frenar al ultraderechista Anglada, los partidos han hecho verdaderos alardes de equilibrismo. El PSOE con sus viajes de ida y vuelta de la defensa de la asistencia básica a todas las personas a las proclamas de mano dura contra la inmigración ilegal. Y el PP entre la permanente tentación populista y el pánico a quedar de nuevo aislado en el rincón de la derecha sin compasión.

Hay demasiado miedo a quedar mal por parte de los políticos, demasiado miedo a correr riesgos que puedan ser impopulares, demasiado miedo a que el adversario salga más sonriente en la foto, demasiado miedo a los miedos de la gente. Así es muy difícil conseguir aquel grado de autoridad que garantiza el respeto y la confianza de la ciudadanía.

A los gobernantes se les pide criterio. Y el criterio es incompatible con la ambigüedad y la indefinición de las que tanto se abusa para no molestar. ¿Hay premio para tan poca ambición? La principal preocupación de Rajoy es asegurarse de que el PP caiga simpático, para evitar el voto de rechazo. Puede que sea una condición necesaria para llegar al poder, pero no está claro que sea suficiente. La ciudadanía necesita creer que el gobernante sabe a dónde va. Zapatero está pasando sus peores momentos porque hace mucho tiempo que transmite la sensación de dudar y de improvisar. La síntesis que permite hablar de un proyecto político se puede conseguir de dos maneras: por intuición (como González) o por principios (iba a decir por narices, como Aznar). Rajoy parece haber renunciado a los dos métodos. Y a Zapatero se le suponía una intuición política de la que sólo queda un eco: su apuesta, contra corriente, por las políticas sociales. Uno y otro parecen olvidar que lo que arrastra a los indecisos, lo que provoca la bola de nieve de la victoria es la habilidad para presentar una síntesis que se imponga como lo que realmente conviene en un momento determinado. Lo cual deja automáticamente al adversario fuera de juego.

Desde el miedo a los miedos de la gente difícilmente se puede construir una política que arrastre. Porque precisamente lo que la gente quiere no es ver al gobernante tan inquieto como ella, sino capaz de sacarle del miedo. Pensar que la gente se sentirá más tranquila si se da pábulo a sus miedos sobre la inmigración, sobre la seguridad o sobre el empleo, es buscar el placer del hipocondriaco. A veces la política española parece un juego infantil de una clase política que teme pasar el umbral de la vida adulta. Y se tranquiliza a sí misma tomándonos por niños.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_