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Columna
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El presidente Zapatero y sus circunstancias

El presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, lleva el disgusto en la cara, como acabamos de comprobar en el encuentro con los alcaldes socialistas, que ha celebrado el domingo en Elche. Dicen los últimos viajeros llegados de La Moncloa que acusa el modo en que ha sido forzado por las circunstancias a ir donde no hubiera querido; a preconizar en el Pleno del Congreso de los Diputados del pasado día 12 unas medidas de recorte del déficit, patrocinadas por Bruselas, que hubiera preferido evitarse; a tomar la abominada senda del denostado decretazo con el que su predecesor, el presidente Aznar, bloqueó el sueldo de los funcionarios; a congelar las pensiones, cuyo incremento anunciaba gozoso entre aclamaciones cada septiembre en la campa de Rodiezmo; a barruntar los preparativos de huelga general, otro de los fantasmas de su cerebro que, a toda costa, pretendía ahuyentar.

En este contexto, un presidente empieza a pensar si su mejor contribución al país sería ceder el paso

En Elche, primera comparecencia ante los suyos tras cantar la palinodia en la tribuna del Congreso, apenas 10 días antes, el presidente del Gobierno prefería embutirse la camiseta del Partido Socialista para asegurar que "ni hay cambio, ni bandazo, respondemos a las circunstancias". Claro que esa expresión, "respondemos a las circunstancias", indica que quienes la pronuncian han asumido ya las propias incapacidades para eludir, ignorar o alterar de manera favorable a los propios designios las circunstancias que les han salido al paso. Quienes así se expresan lo hacen desde un reconocimiento del carácter inesquivable de esa realidad, no por circunstancial menos contundente.

A vueltas con estas reflexiones acabaríamos dándonos de frente con el "yo soy yo y mis circunstancias", que acuñara Ortega en sus Meditaciones del Quijote a la altura de 1914. Enseguida nos veríamos obligados a distinguir entre las circunstancias que colorean al yo, las psicológicas, y aquellas otras que caracterizan la realidad exterior al mismo. También tendríamos que reconocer la interacción entre el observador y el fenómeno observado.

Pero volvamos a la negación del cambio en la que quiere cifrar su honor el presidente y veamos cuál fue su momento originario, la noche de la primera victoria electoral, el domingo 14 de marzo de 2004. Con el escrutinio concluido, José Luis Rodríguez Zapatero compareció en la sede de Ferraz para una breve intervención bajo el peso agobiante de la matanza del jueves anterior. Estaba imbuido de sentido de la responsabilidad, de propósitos de fortalecer el prestigio de las instituciones democráticas, de invocaciones al talante, a la mano tendida hacia Mariano Rajoy, calificado de digno rival. Buscaba la cohesión, la concordia y la paz para convertir la victoria en "victoria de todos" y situar el combate al terrorismo como prioridad. La frase final todavía resuena: "Os aseguro que el poder no me va a cambiar". Era el enunciado de un imposible, como si hubiera declarado la derogación de la Ley de la Gravitación Universal o al menos su exención para quienes pasaban entonces a instalarse en el palacio de la Moncloa.

En definitiva, que sobre José Luis Rodríguez Zapatero, después de más de seis años en la presidencia del Gobierno, se dejan sentir los estragos.

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Su optimismo antropológico es imposible que permanezca inalterado. La manera en que ha sido combatido desde el primer momento, que se le negara legitimidad a su victoria, que se le denominara presidente accidental, que ni siquiera sus éxitos más indiscutibles le hayan sido reconocidos, todo se ha confabulado para hacerle sentirse víctima de la ingratitud. Los ministros, que parecían sólo llamados para hacer más cómoda la vida al presidente, han perdido la disciplina orquestal, se manifiestan descoordinadamente, cada uno siguiendo una partitura distinta. La oposición del PP se instala en el vale todo, sin atender a las consecuencias para sus compatriotas.

El resultado es la pérdida de confianza y de credibilidad que afecta de modo tan negativo a nuestro país, dentro y fuera, y que no se sabe cómo recuperar. Son momentos propicios a interiorizar la desazón, que las encuestas agudizan, y en ese contexto, como nadie es de cuproníquel, es cuando un presidente empieza a considerar si la mejor contribución, la más valiosa para el país, como ya le sucediera a Adolfo Suárez, podría ser la de ceder el paso. Esa decisión o la de formar un Gobierno con los más capacitados para ponerse de modo urgente a la tarea debe tomarse como máximo en unas cuantas semanas.

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