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Columna
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La última cena

Vuelve la escritura entre líneas solo apta para su descodificación por los kremlinólogos. El presidente del Gobierno ha elegido con sumo cuidado a su invitado a la última cena en La Moncloa. Ha preferido explicarse ante el periodista muy amado en quien tiene puestas todas sus complacencias. Porque le obsesiona buscar la aprobación de su mirada, como si fuera de la misma no hubiera para él salvación. Ha optado por entregarse a ese ejercicio reservado en lugar de presentarse ante el conjunto de los españoles para darles cuenta de la situación en que estamos y pedirles que le acompañen en el sacrificio propiciatorio que nos exigen los mercados. La opción adolece de un planteamiento en exceso doméstico y deja en el aire si esa cena dedicada a su interlocutor privilegiado será suficiente para convencer a los socios de la Unión Europea de que nos den su visto bueno y a quienes deberán hacerse cargo de nuestra próxima emisión de deuda pública.

La cuestión es si Zapatero se considera aún parte de la solución o empieza a sentirse parte del problema

El mismo presidente, que parecía en posesión de la varita mágica y de los polvos de la madre Celestina para hipnotizarnos con sus anticipaciones de la piñata de brotes verdes, se presenta como el ecce homo porque piensa que le toca comerse el marrón. Le parece normal que sea solo a él a quien le partan la cara, aunque en buena ley debieran acompañarle los dirigentes de las comunidades autónomas. Entonces, aparecen como nuevos culpables los acomplejados del PSC por haber osado esclarecer los fondos del caso Millet que han beneficiado a Convergència i Unió. Es decir, que volvemos al pleno aquel del Parlament de Cataluña en el que el president Pascual Maragall dijo a su contrincante Artur Mas que tenían un problema que se llamaba el 3%. Enseguida hubo de retirar semejante afirmación porque su esclarecimiento ponía en cuestión cualquier avance por la senda del Estatut ambicionado. En definitiva, se aparcaba la disensión luminosa y se volvía a la opacidad del consenso. Se renunciaba a indagar en la realidad subyacente al oasis catalán. La misma línea de renuncia ensayada cuando el caso Casinos que ayudó a la financiación de Unió, cuyo aparcamiento permite a Josep Antoni lucirse en la tribuna del Congreso de los Diputados.

Según lo que hemos sabido de la sobremesa, se diría que el presidente Zapatero se ha dado cuenta de la soledad y los límites del poder y que está dispuesto a lo que sea para que España no se desmorone (sic). La cuestión siguiente es la de si a estas alturas él se considera todavía parte de la solución o ha empezado a sentirse parte del problema. Por los comentarios atribuidos al anfitrión cabe colegir que descarta la segunda opción y que con las medidas adoptadas, la reforma laboral que se propone aprobar el día 16 y las fusiones que ahora culminan de las cajas de ahorro, habremos salido de peligro. Enseguida la sobremesa volvió sobre sus argumentos favoritos y encontró cuatro palabras que subrayar en un informe del G-20. "La economía quiere crecer".

Claro que ayer mismo la canciller alemana, Ángela Merkel, avanzó por la banda para anunciar un ajuste de 80.000 millones de euros hasta 2014 en aras de la reducción del déficit y de poner freno al desplome del euro. La Merkel ha pactado los recortes después de una maratoniana reunión de dos días con su ejecutivo de coalición. La tijera afecta a prestaciones sociales como las ayudas por hijo o las prestaciones a parados de larga duración, reducción en 15.000 de los funcionarios de plantilla de la Administración central, tasa de carburante a los pasajeros por avión, gravamen por la ampliación de la vida útil de las centrales nucleares y una tasa a la banca. O sea que se diría que nos queda mucho camino de austeridades por andar si prevalece el ejemplo alemán. Con medidas a aplicar sobre destinatarios que aquí han quedado a salvo como las centrales nucleares o las hidroeléctricas en nuestro caso y la banca.

Entre tanto, la recuperación política se fía casi únicamente a la actitud derrotista de la oposición del PP, con un Mariano Rajoy atento a meterse en todos los charcos, de Grecia, de Hungría o de lo que venga, para chapotear a favor del desprestigio de la marca España. Habría que emplearse a fondo para que Rajoy desistiera de su decisión de cabalgar el desastre para llegar antes a La Moncloa. Pero el presidente Zapatero olvida que desde el Gobierno se tiene siempre alguna capacidad para inducir otros comportamientos y prefiere abstenerse, tal vez en el entendido de que del catastrofismo de su rival solo redundaran para él beneficios electorales. Los mismos que obtuvo en los comicios de 2008. Y del cambio de ministros ni se habla. Para qué, si tiene dicho de manera reiterada que los ministros están para hacerle la vida agradable al presidente. Veremos.

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