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La amenaza talibán
Columna
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De Atocha a Waziristán

En el mundo en el que vivimos, nuestra seguridad depende de una delgada y porosa línea: la que va desde las cámaras de seguridad de la estación de Atocha al despliegue de nuestras Fuerzas Armadas en Afganistán. Todos los eslabones de esa cadena, que incluye el régimen común de visados de la zona Schengen, la cooperación policial y judicial entre gobiernos y servicios de espionaje o el apoyo al Gobierno paquistaní para que pueda controlar las zonas, como Waziristán, donde supuestamente se refugian los líderes de Al Qaeda, son esenciales. Cuando uno de esos elementos falla o se rompe, nuestra seguridad queda comprometida.

Pero como muchos de esos eslabones son sumamente frágiles, nuestra seguridad nunca estará completamente garantizada. Hay quienes, en busca de certidumbre, optan por el aislamiento o, peor aún, deciden mirar hacia otro lado, dejando su seguridad en manos de otros o al azar de la ley de probabilidades. Se pueden repatriar las tropas, cerrar las fronteras, levantar muros, vigilar a los inmigrantes o deshacer los compromisos adquiridos con nuestros aliados, sí, pero ello no nos hará estar más seguros, ni tampoco ser más prósperos o más libres. Para España, desde luego, no hay opción: pese a la crisis, nuestro país se beneficia, y mucho de tener una posición global. Pero una posición global también implica responsabilidades globales, que no siempre son plato de gusto.

Intereses globales implican responsabilidades globales, que no siempre son plato de gusto
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Alemania, por ejemplo, es uno de esos países que admirar. En razón de su pasado, tiene una enorme reticencia a utilizar sus Fuerzas Armadas en el exterior. Por eso, su compromiso con Afganistán adquiere especial relevancia. Estar en Afganistán es una muestra de solidaridad con los afganos, pero también una obligación con respecto a la seguridad de sus ciudadanos. Siguiendo esa lógica, el Gobierno de Angela Merkel ha decidido aumentar el contingente desplegado en Afganistán en mil efectivos, lo que eleva a 4.500 el número de militares alemanes destinados en ese país. Con esa decisión, Alemania se convierte en el tercer país en número de tropas, sólo por detrás de Estados Unidos y Reino Unido, y se suma a Francia, que también ha decidido aumentar su contingente.

La decisión de la canciller alemana refleja una enorme valentía. Por un lado, las encuestas muestran que dos de cada tres alemanes se oponen al despliegue. Por otro, la canciller gobierna en coalición con los socialdemócratas, mucho más tibios que los democristianos respecto al despliegue en Afganistán. "Puedo resistir todo, menos la tentación" dijo Oscar Wilde. Prueba de ello es que, con las elecciones a la vuelta de la esquina, los socios bávaros socialcristianos (CSU) han pedido a la canciller un calendario para la retirada de las tropas.

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Afortunadamente, Angela Merkel no es mujer que ceda fácilmente en sus principios. Como viene demostrando en sus actuaciones respecto a Rusia, Estados Unidos, China, los Balcanes o el cambio climático, su mezcla de firmeza y pragmatismo, ambas cualidades esenciales en política exterior, tiene que ser observada con mucha atención, especialmente desde España, un país cuya política exterior se cuece con ingredientes similares en lo que se refiere tanto a la opinión pública como a la cultura de paz y de seguridad. En España, en concreto, el barómetro del Real Instituto Elcano muestra un deterioro significativo, de hasta 10 puntos, del apoyo de la opinión pública a la misión en Afganistán, misión que nunca ha sido muy popular.

Afganistán plantea un doble reto: allí y aquí. Allí, más que de una guerra, se trata de una tarea hercúlea: en un lugar donde ha predominado la violencia, el tribalismo, la pobreza, la corrupción, el fanatismo y el narcotráfico, crear las condiciones de seguridad en las que los afganos puedan construir un Estado mínimamente viable. Aquí, se trata de explicar a la opinión pública que su seguridad y la de los afganos es indivisible, es decir, que una no puede existir sin la otra y que, como ocurre con el calentamiento global, de nada sirve que uno se pase a las energías limpias si el vecino, mientras tanto, duplica sus emisiones contaminantes.

La paradoja de Afganistán es que se puede perder la guerra, pero no ganarla. Sólo una solución política que reparta el poder y a la vez integre y cohesione el país es viable, y sólo podrá ser llevada a cabo por los propios afganos. Pero eso requiere tiempo, paciencia y perseverancia (e incluso estar preparados para que la situación empeore más antes de que mejore). Por ello, la realidad es que, hoy por hoy, nuestro concurso, nos guste o no, no sólo es imprescindible, sino inevitable.

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