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Columna
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Motín a la hora del té

En 1773 un grupo de colonos disfrazados de indios arrojaron al mar en el puerto de Boston un cargamento de té, en protesta por el monopolio colonial sobre el transporte y comercio de la infusión, y la historiografía patria ha consagrado aquel modesto motín como uno de los primeros actos de rebeldía contra la metrópoli británica, que acabaron por conducir a la guerra de independencia. Y la presidencia de Barack Obama ha obrado curiosamente como galvanizador de un nacionalismo xenófobo que se hace llamar Movimiento del Tea Party, que, aún sin líderes oficiales ni aparato, agrupa ya a millones de seguidores.

Los movimientos nativistas, o de búsqueda de esencias patrióticas incorruptibles, nunca andan lejos de la superficie en la vida política norteamericana. La fundación de los Estados Unidos no se llevó a cabo como la Revolución Francesa en nombre de la humanidad para hacer tabla rasa con el pasado, sino para recrear en el Nuevo Mundo un supuesto Gobierno parlamentario de gente acomodada, que las despóticas autoridades coloniales violaban; quería ser una restauración. Así es como nació en 1845 para efímera fama el movimiento de los Know-Nothing (Los que nada saben), que fundó un partido, el Native American Party (Partido Nativo Americano), contra la inmigración entonces masiva de irlandeses, que además de extranjeros tenían la ocurrencia de ser católicos.

Esta 'intifada' fundamentalista es una furia contra el primer presidente afroamericano

Ese americanismo raigal era antipapista, antinegro, antijudío, y anti todo lo diferente como reivindicación identitaria de lo blanco, anglosajón y protestante. Y si sus componentes tuvieran un gusto no demostrado por la lectura, su Biblia contemporánea sería Who are we (2004), del politólogo ya fallecido Samuel P. Huntington, angustiado grito de la anglosajonidad contra la invasión latinoamericana, también y todavía mayoritariamente católica, en nombre de unos valores que, como decía el autor, "no son los nuestros".

El politólogo Richard Hofstadter había acuñado el término status anxiety (ansiedad de posición social) en su The paranoid style of american politics (1965), en que describía a los que temen verse desplazados en la sociedad por la marea del otro, lo que incluye cualquier tipo, por escueto que sea, de modernidad. El propio Obama habló en su campaña electoral de "votantes que se aferran desesperadamente a las armas de fuego o la religión, mostrándose contrarios a todo lo que no sea como ellos". Palabras tan bien elegidas que tuvo que retractarse inmediatamente por la escandalera que se formó.

El movimiento del Té puede esfumarse como tantos otros intentos de crear una tercera fuerza y ni siquiera está dicho que pretenda un día convertirse en partido, pero puede hacer escorar fuertemente la formación política republicana, a la que los mentores del último Bush ya habían corrido lo suyo hacia la derecha. Esa toma de poder interna posiblemente complacería a uno de los inspiradores más visibles del personal, la adalid del pensamiento político cristiano Sarah Palin -nacida católica y hoy devota protestante-, que fue candidata a la vicepresidencia con el republicano John McCain. El movimiento mira también con embeleco a tele-evangelistas de la política como Rush Limbaugh, y acusa al presidente de extranjero y extranjerizante, socialista, débil sino incluso agente del islamismo, del terrorismo y del comunismo, para que nadie dude de contra quién van.

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Mas a pie de calle, los hipotéticos votantes del té abominan y se asustan ante los pelos largos, el feminismo gritón, el poder negro, la conspiración judía, el brazo armado de Roma -la inmigración latina- y como compendio de todo ello cualquier Gobierno que pueda sentir la más mínima tentación socialdemócrata. Así, podría librarse un combate entre las dos almas del partido republicano: populismo contra elitismo; liberalismo anarquizante contra el más insignificante intervencionismo de Estado; fanatismo religioso contra la relativa moderación en cuestiones morales de la aristocracia republicana.

Esta intifada fundamentalista nada le debe a un Edmund Burke, el compilador de todo lo que, respetablemente, cupiera decir contra la I República Francesa y la guillotina. Es, al contrario, una furia desatada por la presencia de un afroamericano en la Casa Blanca, porque entre los clichés pergeñados con ocasión de la elección de Obama, quizá el mayor ha sido que se había roto el tabú del color para la presidencia. Los blancos, como siempre, eligieron a McCain, y si el demócrata triunfó fue por la afluencia absolutamente inédita de latinos a las urnas. La paradoja consiste hoy en que el presidente que mayores y mejores expectativas había despertado en el mundo está sacando de Estados Unidos lo peor de sí mismo.

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