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Ola de cambio en el mundo árabe
Columna
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Revoluciones "ni-ni"

Las revoluciones tunecina y egipcia (y lo que quede por llegar), son revoluciones "ni-ni". Sus protagonistas son los jóvenes, muchos de los cuales ni estudian ni trabajan. Pero sobre todo son revoluciones "ni-ni" en el sentido de que ni han sido instigadas por EE UU ni han sido fomentadas por Irán o cualquier otra potencia exterior. Las revoluciones han surgido de dentro, desde abajo, y se han extendido hacia arriba, y ahora también hacia afuera. Su legitimidad es enorme, pues se han hecho sin apoyo exterior. De hecho, han tenido lugar pese al apoyo exterior, que ha sostenido durante muchos años a los regímenes que ahora se han desmoronado.

Curiosamente, Washington y Teherán han sido víctimas el uno del otro. Al principio, EE UU quedó paralizado por el temor a que Egipto cayera en manos islamistas. Los líderes iraníes olieron el miedo y, sin reflexionar mucho, animaron a los egipcios a volverse contra Mubarak. Ahora es sin embargo Irán quien tiene pánico al contagio egipcio. Pero Washington tampoco puede cantar victoria. Detrás de la celebración oficial del cambio, el enfado de Obama es monumental. Día tras día durante la crisis egipcia, sus colaboradores más cercanos le aconsejaron que apostara por la estabilidad, primero con Mubarak, luego con Suleimán, nunca por el cambio. Víctimas de la inercia, el vicepresidente Joe Biden, su enviado especial a Egipto, Frank Wisner, junto con todo el Pentágono, la CIA y Foggy Bottom se equivocaron en el análisis y minusvaloraron al pueblo egipcio. Para Obama, el error ha tenido que ser duro de asumir en el plano personal pues, mal aconsejado, ha ido en contra de sus instintos, ignorando las convicciones forjadas en esos años de formación y experiencias vitales que, desde Indonesia a Hawai o los barrios pobres de Chicago donde trabajó de voluntario, nos ha contado en sus libros. Que el mismo presidente que escribiera la Audacia de la esperanza y lanzara el discurso de El Cairo se traicionara a sí mismo y, llegado el momento de la verdad, estuviera a punto de caer del lado equivocado de la historia, hubiera dibujado un muy amargo final. Afortunadamente, el pueblo egipcio ha puesto suficiente audacia y esperanza encima de la mesa como para salvar el legado de Obama y no dejar en evidencia su Premio Nobel de la Paz.

Las rebeliones tunecina y egipcia tienen el mérito de haberse hecho sin ningún apoyo exterior
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El desastre sin paliativos que ha sido Occidente tiene algunas ventajas. Por un lado, obliga a suprimir todos los discursos condescendientes en circulación hasta la fecha: desde Casablanca hasta Teherán, no hay nada en el código genético de los que allí viven que les impida preferir la libertad, la justicia y la dignidad a la dictadura, la corrupción y la tortura. Tener que recordar lo obvio refleja bien hasta dónde habíamos caído. Pero además de recuperar su dignidad, tunecinos, egipcios y otros podrán a partir de ahora recuperar también su historia. Esta semana, a la par que caía el régimen de Mubarak, se cumplían 50 años del asesinato de Patrice Lumumba -el líder de la independencia de Congo y su primer presidente electo- resultado de una conspiración conjunta de la CIA y el Gobierno belga. Durante 50 años, Occidente ha interferido, puesto, depuesto, apoyado y derrocado en función de sus intereses estratégicos, casi nunca en función de sus valores. Ahora, actuando por sí mismos y sin ayuda de nadie, egipcios y tunecinos han pulverizado el legado del colonialismo y se han adueñado, por fin, de su presente y de su futuro. A partir de ahora, los regímenes de la región serán lo que sus ciudadanos puedan o quieran hacer de ellos: habrá países que triunfen, otros que fracasen y otros que queden en tierra de nadie. A las democracias establecidas les toca ayudar, pues es en su interés. Pero deberán hacerlo sin paternalismos, porque sus errores han sido flagrantes, aconsejan humildad y, sobre todo y para variar, escuchar.

A España también le toca pensar cómo quiere actuar a partir de ahora. Su Ministerio de Exteriores carece de una estrategia de promoción de la democracia que merezca tal nombre. Sus políticas de desarrollo, en las que invierte una cantidad enorme de recursos, están desligadas de la promoción de la democracia y los derechos humanos. Y sus partidos políticos, ensimismados en la refriega nacional, tampoco han sido capaces de convertirse en agentes del cambio fuera de sus fronteras. Por no tener, España ni siquiera tiene un presidente del Congreso que sepa estar a la altura de un cargo desde el que representa la soberanía popular y democrática que los españoles con tanto sufrimiento han conseguido. Pero gracias a Bono y a Obiang tenemos claro una cosa: que hay que comenzar desde cero.

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