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REPORTAJE: Atrapada en el valle del Swat (y II)

24 horas con el Ejército paquistaní en Kalam

La periodista de EL PAÍS Ángeles Espinosa narra su viaje a una de las zonas más aisladas tras las inundaciones de Pakistán

Tras las inundaciones que han sumido a Pakistán en una nueva catástrofe, a Kalam, un pueblo de montaña situado al norte del valle del Swat, solo puede llegarse en helicóptero militar. Pero el vuelo de esos aparatos depende de las condiciones meteorológicas, y tras nuestra llegada el tiempo ha cambiado. Así que, según cae la tarde y se hace evidente el puente aéreo ha quedado suspendido, mi traductor, Tariq, y yo nos vemos obligados a aceptar la hospitalidad de los militares paquistaníes emplazados en esta pintoresca localidad.

Nos proporcionan habitación e insisten en ofrecerme un té con pastas. "Que nosotros estemos ayunando no significa que tengamos que ser descorteses con nuestros invitados", subraya el teniente Qasim, quien como responsable de coordinar el aterrizaje de los helicópteros se ha hecho cargo de nosotros. Su gesto, en medio del ayuno de Ramadán, muestra la cara tolerante del islam, la que muchos paquistaníes defienden que era la tradicional de esta región hasta que las influencias del neosalafismo saudí (una versión fanática y, según muchos ulemas, herética del islam) se extendieron durante la guerra afgana de los años ochenta.

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Qasim, como el resto de los oficiales, tampoco tiene problema en estrechar mi mano. Ese pudor al contacto femenino que algunos soldados han exhibido a nuestra llegada es más fruto de sus orígenes tribales y escasa educación que de su adherencia religiosa. Hoy, sin embargo, costumbres, ritos y doctrina se entremezclan, tanto en sus cabezas como en nuestra imagen de los musulmanes como grupo.

Hace más de doce horas que he desayunado y acepto encantada el té que un viejo soldado originario de Cachemira me sirve sin la menor expresión de disgusto. Desde el porche en el que nos hemos refugiado de la lluvia se disfruta el magnífico espectáculo de las montañas que rodean el valle. Son parte de la cordillera del Hindu Kush que se extiende a lo largo de casi mil kilómetros entre Pakistán y el vecino Afganistán. En Kalam estamos a 2.000 metros de altura, pero muchos de los picos que se observan desde aquí superan los 5.000 metros y un poco más al norte, en Chitral, alcanzan los 7.000. Por algo ha sido bautizado como el techo del mundo.

Los efectos de las riadas

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"En esta época del año resulta paradisiaco, pero tendría que verlo en invierno cuando la nieve supera los tres metros después de compactada", me recuerda el oficial. "La gente no puede salir de sus casas en meses; la vida se hace muy dura entonces", añade subrayando la importancia que para los vecinos tiene el verano, como estación generadora de ingresos y los efectos de las riadas más allá de la ayuda humanitaria inmediata. Es durante el verano cuando se almacena el alimento y la leña para todo el invierno. "Antes de la crecida, los turistas habían empezado a volver, cerca de 15.000 desde el principio de la temporada; tuvimos que evacuar a casi 2.000 de ellos", recuerda.

El sol está bajando y empieza a refrescar. El teniente Qasim nos invita al comedor de oficiales, situado en lo que fue el restaurante del PTHC Hotel donde se hallan instalados. Allí disponen del lujo de unos sofás y un aparato de televisión gracias al generador. El resto del valle permanece a oscuras desde que el suministro eléctrico se interrumpiera hace un mes cuando las aguas arrastraron numerosos postes. Llega el comandante Omar, el responsable de esta unidad de infantería, que nos invita a compartir con ellos el iftar, la comida con la que los musulmanes rompen el ayuno de Ramadán. Tres dátiles, un vaso de leche endulzada con un almíbar rosa y unas pakoras (una especie de empanadillas fritas rellenas de patata y verdura). Luego, tras el rezo del maghreb y un té, que nos permite charlar, se sirve una cena igualmente modesta. Los seis oficiales y los dos invitados compartimos un escuálido pollo con patatas y una ensalada de pepino sin aliñar.

Los hombres de Omar llegaron aquí hace un año a raíz de la Operación Malakand, con la que el Ejército paquistaní desalojó a los talibanes de Swat y los distritos colindantes (de ahí el nombre de Malakand, que es como se llamaba tiempo atrás la división administrativa que los agrupaga). Fue una campaña dura en la que los fanáticos presentaron una resistencia formidable para un Ejército entrenado para enfrentarse a otro en una guerra convencional, más que para la nueva mezcla de contrainsurgencia y contraterrorismo que exigen grupos como los talibanes.

Los militares fueron acusados de excesivo uso de la fuerza y de causar víctimas civiles. Cerca de dos millones de personas se vieron obligadas a abandonar sus hogares en toda la zona, aunque luego el propio Ejército les ha ayudado a volver. Parece descortés suscitar ese asunto. No sólo porque dependemos de su hospitalidad hasta que podamos salir de aquí, sino porque estos hombres se han jugado la vida en el empeño y sobreviven en condiciones difíciles.

Extremismo religioso

"Tengo tres balas de los talibanes en el cuerpo", me cuenta el brigada Misaq, un orgulloso punjabi (como casi las tres cuartas partes del Ejército paquistaní) al que no le duelen prendas contra esos fanáticos. "Hemos acabado con ellos, pero no le quepa duda de que si intentan regresar, volveremos a hacerles frente", subraya molesto por la asociación que algunos hacen de los militares con el extremismo religioso. Sus declaraciones son algo más que palabras. Este soldado vocacional transmite convencimiento. "Odio a Zia-ul-Haq porque no sólo mató a mi padre sino que con su utilización de la religión como ideología plantó la semilla de esos terroristas", resume antes de criticar también al último dictador militar, Pervez Musharraf, y declararse partidario del Gobierno civil que no sea corrupto.

Menos vehemente, el comandante Omar transmite el mismo mensaje. "El Gobierno y el Ejército somos parte de Pakistán, y debemos trabajar juntos bajo el liderazgo civil para salir de esta situación", declara consciente de quienes están intentando utilizar la pobre respuesta inicial de los civiles al desastre para animar a una nueva intervención de los militares en política. Desde la independencia hace 63 años, los paquistaníes han estado gobernados la mitad del tiempo bajo dictadores militares.

Empiezan a llegar oficiales y suboficiales con los partes del día y la petición de instrucciones para la próxima jornada. Es el momento de recogerse. El viejo soldado cachemir que me han asignado como "asistente" me acompaña a la habitación. No puedo andar por la base sin escolta. Se asegura de que tenga una pastilla de jabón, una toalla y una manta. "¿A qué hora va a querer el desayuno?", pregunta antes de darme las buenas noches.

La sábana que cubre el jergón ha tenido muchos visitantes antes que yo; la almohada no tiene funda y en el baño, que hace mucho tiempo que no se ha usado, encuentro un cubo de agua fría. No me quejo. Es mucho más de lo que miles de habitantes del valle van a tener esta noche. El silencio es absoluto y me acuesto confiando en que por la mañana un claro en el cielo permita la llegada de los helicópteros. Sin embargo, durante toda la noche oigo como llueve sin parar.

Un paraíso convertido en cárcel

Cuando el viejo soldado me trae la bandeja con el desayuno a las ocho de la mañana, ya estoy en pie y preparada para un viaje que nadie sabe cuándo se podrá realizar. El teniente Qasim viene a darme los buenos días y malas noticias. "Las condiciones siguen sin ser buenas. Espero que se encuentre a gusto entre nosotros", me dice con su permanente sonrisa. Qué remedio. Sin teléfono (no hay señal de móvil y las líneas terrestres están cortadas), ni ordenador, salgo al porche y, envuelta en la manta, me pongo a escribir estas líneas en mi libreta.

Cinco horas más tarde, cuando ya empezaba a desesperar y había agotado el recurso al paseo por el pueblo casi vacío, un ruido de motores me hace descubrir los dos Chinook en el cielo. Sin embargo, los oficiales han desaparecido. Nadie ha avisado al helipuerto, situado al otro lado del río, de que tienen que recogernos a Tariq y a mí. Para cuando logran establecer contacto por radio, los aparatos están llenos y listos para despegar. Aún tendremos que esperar otra hora para salir de este lugar de ensueño convertido por la fuerza de la naturaleza en una cárcel para sus habitantes.

Un hombre y un niño, desplazados por las lluvias, caminan por las aguas cerca de la localidad de Baseera, en la región paquistaní del Punjab.
Un hombre y un niño, desplazados por las lluvias, caminan por las aguas cerca de la localidad de Baseera, en la región paquistaní del Punjab.GETTY

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